Sunday, April 27, 2008

Cuentos de Ghana

Amanda Fernández
Vivimos en la sección de Accra llamada Labone. A mi esposo y a mí nos gusta imitar al difunto cómico norteamericano Chris Farley del programa Saturday Night Live, y llamarlo “The bone”. Sin embargo, se pronuncia LaBONEee y todo el mundo se da cuenta que eres un recién llegado al país si lo pronuncias como lo hubiera hecho Chris Farley.
Caminando, nuestra casa queda a solo quince minutos de la oficina de mi esposo en la embajada americana, una caminata que él jamás haría vestida de traje y corbata. Si intentara hacerlo, llegaría como si se hubiera bañado con todo y ropa. No tenemos una conexión al Internet, televisión con cable o un periódico entregado a la casa, así que no hay manera fácil de averiguar la temperatura exacta. Me asomo afuera y comparo el tiempo, no muy científicamente, con otros lugares que he visitado. - Hoy se siente más pesado y más opresivo que un día de verano de Washington, D.C.; no tan caliente como Puerto Rico en septiembre; más bien como Nuevo Orleans en agosto.
Estamos disfrutando de en Accra, por lo menos en los últimos días. Esto ha significado un 90% de humedad con temperaturas fluctuando alrededor de los 90 grados F, con un sol brillante en medio de un cielo sin nubes desde las 6:00 A.M hasta las 6:00 P.M. Si esta estación es la más fresca, me pregunto cómo voy a sobrevivir la estación de calor.
La casa que nos han asignado es mucho más grande que a lo que estamos acostumbrados, habiendo vivido más recientemente en Boston, y antes de eso en Washington, D.C. Tiene dos pisos, cuatro dormitorios, cada uno con su baño completo, una cocina enorme, sala y comedor. También hay garaje separado con vivienda para sirvientes y entrada para coches y un jardín, todo cercado por una muralla de tres metros de alto con alambre de navaja y pedazos de vidrio decorando la parte superior. El diseño de la casa es un poco raro; la puerta de entrada corrediza es de cristal, y nuestro dormitorio tiene una ventana encima de la cama desde la cual se puede observar el comedor de la planta baja. ¿Qué podría haber estado pensando el arquitecto? — ¿Mejor para verte comiendo, mi amor? — Todos los pisos son de azulejo blanco, y cualquier sonido se oye por toda la casa porque hay pocos muebles.
Tenemos vecinos a ambos lados de la casa, dos al frente y dos atrás. Al parecer, los vecinos del frente viven más o menos como nosotros, económicamente hablando. Sus casas están recién pintadas y bien mantenidas y son de dos pisos de concreto, diseñadas al estilo del Occidente, de aproximadamente 2.500 pies cuadrados. Están rodeadas por césped bien mantenido, con muchos árboles altos, palmeras, flores y garajes llenos de coches de lujo y vehículos deportivos. Afuera de estas casas hay tanques de goma para guardar agua, plantas eléctricas, otros tanques de metal para el agua encima de unas torres de 30 pies de alto, para garantizar que haya suficiente agua. También guardias de seguridad las 24 horas del día, alarmas para la casa, y alambre de navaja encima de las murallas que separan nuestras propiedades.
Las dos casas que se encuentran en la parte de atrás, son más típicamente ghanesas, donde una familia extendida vive, todos juntos en la misma casa, pasando la mayoría del tiempo fuera de la misma. Estas casas también son modernas y de dos pisos, y en algún momento tal vez se veían como la nuestra, pero no han sido pintadas desde hace mucho tiempo. Las paredes de las casas tienen grietas. Los portones están oxidados y rotos. Estas casas no tienen torres para el almacenaje de agua, plantas eléctricas, aire acondicionado, guardias, murallas de seguridad, ni alarmas. Originalmente construidas con baños y cocinas conectadas al servicio de agua, ese servicio no se usa mucho ahora. Las —unas estufas de carbón para quemar leña encima de un hoyo en la tierra—, se encuentran afuera al aire libre donde cocinan las mujeres y las niñas. Todos comen afuera también, debajo de unos techos de metal al lado de las casas. El calor en las casas de nuestro barrio es sofocante sin aire acondicionado; la mayoría de las casas están construidas de ladrillo, con muy pocas ventanas y techos de hojalata. Con el sol azotando 12 horas al día, se calientan como hornos solares. Los vecinos de atrás se bañan y hacen sus necesidades afuera en sus jardines, a plena vista de la segunda planta de mi casa.
Vivimos en un área residencial donde, por razones de seguridad, tienen que vivir todos los estadounidenses que trabajan en la embajada. Estos criterios de seguridad han causado inadvertidamente una subida de precio de las propiedades en el barrio que ha llegado a ser uno de los más caros del país. Un solar de terreno en la vecindad puede costar hasta US $250,000, una cantidad incomprensible en un país donde la mayoría de la población vive apenas con unos cientos de dólares al año.
Una señal de la prosperidad de un país es la condición de sus calles. Las calles de nuestro barrio y de la mayor parte de la capital están cubiertas de asfalto, lo que es una buena señal. Por el contrario, a la mayoría les hacen falta unas reparaciones significativas, una mala señal. Por ejemplo, justo en frente de la casa tenemos un hoyo bastante peligroso que mide unos cuatro pies de ancho y seis de hondo. Alguien le ha metido la rama muerta de un árbol para servir de advertencia. El hoyo se conecta al sistema de alcantarillado abierto que se encuentra por todas las calles del vecindario. Supongo que sirve un propósito cuando llueve para llevarse el agua, pero ahora está lleno de agua estancada, perfecta para la crianza de mosquitos y de malaria. Por lo que he aprendido de mi esposo de la situación fiscal de Ghana, me imagino que pasaremos los tres años de nuestro tour sin que se rellene ese hoyo. Las oficinas municipales y federales aquí apenas tienen muebles de oficina, teléfonos y computadoras; Ghana obviamente tiene prioridades que no incluyen la reparación del hoyo en la calle en frente de mi casa.
Aparte de la sección comercial del pueblo llamada Osu, hay pocas veredas en Accra. En vez de veredas, en nuestro barrio a ambos lados de las calles hay canales abiertos hechos de concreto, de tres pies de ancho y cuatro de hondo. Sin barreras, avisos de precaución o pintura fluorescente, son bastante peligrosos. El esposo de una colega de mi marido se cayó en una de ellas la misma noche que llegó al país. Estaba paseando con su esposa esa misma tarde por las calles para llegar a conocer el vecindario. ¡Bienvenido a Ghana! O, como dicen acá, ¡Akwaaba!
También peligrosos son los muchos taxis que vuelan como cohetes por las calles buscando clientes, muchas veces alcanzando velocidades de hasta 50 millas por hora en distancias cortas. Los conductores tocan las bocinas furiosamente cuando ven peatones. Yo todavía no sé cuál es el significado de tanto tocar bocina. Será ¡Precaución, manejo como loco escapado del manicomio! O es que quieren preguntar ¡Oye! ¿Te llevo a algún lado? Quizás están diciendo ¡Che, Obruni —extranjero—! ¿Qué haces caminando bajo este sol caliente? ¿No tienen coches todos los blancos?
Como alguien cuya carrera se ha enfocado en trabajar para ayudar a la gente pobre, detesto admitir que haber vivido en los Estados Unidos recientemente me ha ablandado la resistencia que sirve para aislarme emocionalmente de la pobreza extrema. Pero, aún así, el nivel de pobreza en Ghana me resulta chocante. Después de vivir en varios países que se encuentran en el proceso de desarrollo, uno automáticamente compara niveles de pobreza de un lugar con otro: Bosnia con El Salvador, Colombia con la República Dominicana. Con todo lo que he visto, todavía no me puedo imaginar un país que se compare con Ghana.
A diferencia de los otros lugares que he mencionado, aquí no existen barrios sin gente pobre. A unas pocas calles de mi casa hay vecindarios mucho menos prósperos que el nuestro, donde las chozas pequeñas están construidas crudamente con cualquier material que la familia pueda conseguir: pedazos de madera, cartón, sábanas de plástico y hojalata. Con frecuencia veo hombres, mujeres y niños durmiendo encima de bancos de madera o pedazos de cartón debajo de cualquier lugar a la sombra que se encuentre para protegerse del sol de mediodía. En otros países donde he vivido y trabajado, la mayoría de la gente pobre en la capital lleva zapatos. Tienen casas con techos. Pueden encontrar agua limpia si caminan 10 minutos. Muchos tienen algún tipo de cañería o plomería, y al menos un inodoro separado de la casa, encima de un hoyo en la tierra. Pero aquí no. En la capital de Angola en 1996, se veían los restos de los edificios de apartamentos, fábricas, oficinas del gobierno y fincas que existían antes de ser arruinados por la guerra. Ghana parece ser un lugar en el cual ningún colonizador hubiera invertido un centavo; todo lo contrario, parece haber sido un lugar que estuvo sujeto al pillaje. La ciudad capital se está construyendo por primera vez. Como consecuencia, me está tomando más tiempo para llegar a mi punto de basta ya, el punto en que ya no me choca lo que veo; una destreza necesaria para sobrevivir una estadía en un lugar como Ghana con el corazón entero.
Nuestro barrio es un microcosmo del nivel de la desigualdad de riqueza en Ghana. Unos pocos ghaneses y extranjeros, mayormente blancos, viven en un estado relativo de lujo, rodeados por otros que viven, por lo menos en lo que se trata de bienes materiales, no muy diferente a como han vivido por los últimos mil años. Yo estoy sentada en un cuarto con aire acondicionado, en muebles provistos por el gobierno estadounidense, escribiendo en mi computadora suplida por una planta eléctrica que costó $15,000, mientras veo por la ventana a mi pequeño vecino de cinco años en cuclillas en la acequia al lado de su jardín, defecando. La ironía me envuelve. Es la misma sensación que tengo cada vez que me mudo a un lugar de bajo desarrollo económico en el extranjero; que por un accidente de nacimiento, estoy aquí mirando hacia abajo a esta familia, y sintiéndome al mismo tiempo superior a ella. ¿Qué derecho tengo yo de sentirme así? ¿Porqué estoy yo aquí y no en su lugar? Estos pensamientos no me consuelan. No me hacen sentir afortunada; al contrario, tengo un sentido no merecido de superioridad. Me siento a la vez avergonzada y también convencida de que no puedo vivir aquí sin tratar de alguna manera de trabajar para que esto sea un lugar mejor para su gente.
Una amiga mía expatriada me dijo una vez cómo ella justificaba vivir tan avergonzadamente bien en comparación con la población local en un país pobre en el extranjero. Me dijo que su presencia misma proveía un empuje económico. Ella compraba bienes locales, reducía el nivel de desempleo empleando ayuda doméstica, gastaba dólares en una economía que carecía de moneda extranjera, y alquilaba una casa a un precio alto.
—Sólo con vivir aquí estoy ayudando más a este país que viviendo en los Estados Unidos, vendiendo cualquier bobería y enviando cheques a una agencia de ayuda —dijo ella.
No estaba en desacuerdo con ella. Todavía le doy la razón, pero eso no es suficiente para mí. No he vivido en ningún lugar sin trabajar para que se mejorara, incluso en los Estados Unidos. No voy a dejar de hacerlo ahora. No aquí. No podría vivir conmigo misma.


Esto es un capítulo de una memoria en progreso, ahora titulado Cuentos de Ghana.

Traducción del inglés por Amanda M. Fernández, Patricia M. Fernández, y Ricardo R. Fernández.

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