Sunday, April 27, 2008

Introducción

Suzanne LaGrande

Hace poco tuve la oportunidad de visitar el Museo de Escritores en Dublín, Irlanda y allí me impresionó mucho el hecho que, con la excepción de William Butler Yeats, la mayoría de los escritores irlandeses, incluyendo a George Bernard Shaw, Oscar Wilde, Samuel Beckett y James Joyce, eran expatriados. ¿Me pregunté si hubieran podido escribir con tanta verdad si se hubieran quedado en su propio país? ¿Hubieran siquiera sido escritores? tal vez sea un requisito necesario viajar y poner un poco de distancia para poder escribir sobre el lugar y la gente dónde te criaste. ¿Cómo se enriquece la perspectiva de un artista por lo vivido en su niñez, pero también por la experiencia de irse y vivir en una cultura ó lugar muy diferente del “hogar” que conoce?
Se puede situar muchos movimientos literarios a lugares geo-físicos donde escritores e artistas se congregaban para intercambiar ideas y buscar inspiración: el Renacimiento de Harlem en Nueva York en los años ’20, la Generación Perdida de París en los ’30, los Poetas “Beat” de San Francisco de los ’60. ¿Será coincidencia que muchos de esos escritores, poetas e artistas que se reunieron no eran oriundos de esos lugares, pero venían de otros? No lo creo.
Siguiendo esta tradición de escritores expatriados les presento esta colección escrito por personas de habla inglesa y expatriados viviendo en Buenos Aires. En la primavera del 2007, se convocaron para participar en “Caos Creativo” un taller de escritura creativa que dura 12 semanas que yo doy en inglés. El grupo era exclusivamente femenino, algunas de Inglaterra, una de Canadá, la mayoría de los Estados Unidos y una de Buenos Aires; algunas vivían momentáneamente en Buenos Aires y otras habían sido residentes durante años, una por 23 años. Cada semana nos reunimos para compartir y criticar el trabajo de cada una, leer y discutir el trabajo de escritores contemporáneos y mirar como nuevas obras y fuerzas evolucionaban.
Fui responsable de crear este contexto y lugar para las reuniones de los escritores. Semana tras semana, cada escritor se arriesgaba probando nuevos desafíos, y expresaba pensamientos y sentimientos que no habían tenido voz antes. Los escritores se reunían a pesar de las exigencias laborales, de pareja y de sus hijos (una nació durante la edición de este libro).
Aún cuando terminase el taller se seguían reuniendo, seguían compartiendo sus trabajos y seguían criticando, re-escribiendo y batallando – porque es una batalla – hacia la expresión de su trabajo. Woody Allen dice que el ochenta por ciento del éxito se debe a asistir. Lo que están por leer es el resultado, no sólo de la creatividad de estos escritores, pero de su trabajo y sobre todo, de su voluntad de asistir. Espero que disfruten estos nuevos trabajos por escritores expatriados en Buenos Aires y también que se deslumbren, como me paso a mí, el compromiso, coraje y creatividad que trasfonda el trabajo que hizo posible estos escritos.

La visita

Katharine Jones

Caminamos por un viejo camino de tierra en los bosques de New Hampshire. Es una seca primavera y el río a nuestro lado, que debería ser fuerte y estruendoso, está bajo y calmo este año. “Demasiados días secos,” digo. Mi padre sonríe un poco y mira más allá de mí, ignorando el indicio de melancolía que lo incomodo. Coloca una mano sobre su frente por un momento y luego comienza a sacar palabras de su almacén privado en el aire por encima de él. Como leyendo de un tomo favorito comienza,
“Margaret, ¿Estás lamentándote porque el Bosquecito Dorado se deshoja…?” Es la primera línea de un poema de Hopkins. En dichos momentos él habla con alusiones. Pero aún así, no está hablando, y no indagará más.
“Hojas, como las cosas del hombre…” digo, ofreciendo obedientemente la segunda línea del poema que luego él se deleitará en terminar. Es el juego que jugamos una vez que hemos agotado las noticias sobre los vecinos, y nos hemos despojado de los temas de actualidad como la guerra y el clima. Es la manera en la que lidiamos con las emociones: entreteniéndolas hasta el olvido. No hablamos como personas con conocimiento de los sueños y fracasos del otro; hablamos como personas en un programa de preguntas y respuestas sobre literatura.
El bosque se diluye y el camino se torna más ancho. Él va por el tercer poema. Quiero contarle sobre el año que he tenido. Cómo nada resultó del modo en que soñé. Cómo el hombre al que amé durante cinco años tiene miedo de todo en la vida, incluyéndome a mí. Cómo quiero un hijo más de lo que él lo ha querido jamás, y mientras que él tuvo cinco que no pudieron ser lo suficientemente silenciosos para él, lo suficientemente invisibles, yo estoy sola en una casa que reclama ruido todo el día. Quiero que me conozca como algo más que la hija con quien comparte su memoria por el lenguaje.
Apaciguando un poco el paso encuentra su siguiente poema. Sus elecciones son obvias, pero no creo que las oiga. Dramáticamente, bajo las ramas de los pinos, con un palo en la mano- y tal vez porque es primavera, tal vez porque él no sabe cuán profundo me toca- comienza en su voz más baja: “Abril es el mes más cruel; hace brotar lilas del interior de la tierra muerta…” Me tropiezo con una roca y su brazo está allí para agarrarme. Quiero que éste momento se convierta en nosotros: él atrapándome sin vacilación. En ese momento contemplo sus ojos e imagino que todo es posible.
“Todo es un lío,” digo.
“No,” dice él. “Éste lo sabes: “Mezclando la memoria y el deseo…”
“Cierto,” digo, cediendo el renglón, “Estremece las raíces marchitas con lluvia de primavera,” y me pregunto si alguna vez probaré que sé lo suficiente para él.
Esa tarde, confinados en la casa, haraganeamos en silencio. Es la noche anterior a mi partida y estamos esperando que la visita termine, en la manera en que las personas esperan un tren retrasado. “¿Te conté que el teatro de verano estrenará Lear la semana próxima?” me pregunta. Sentados uno en frente del otro, el amplio comedor, lleno de estantes de libros a ambos lados, de repente parece pequeño y restringido. Pero tan sólo es el aire entre nosotros, tenso como una cuerda. “Sabes, vi Hamlet el año pasado y fue tan buena como cualquier producción que haya visto en Stratford,” dice. Asiento con mi cabeza y pregunto qué día irá y quién lo acompañará. Pregunto como un reportero cuyas preguntas han sido aprobadas de antemano. Quiero preguntarle ¿Cómo ser una hija a la que él pueda hablarle? Quiero que él me diga cómo comenzar mi vida de nuevo. Me pregunto cómo un hombre que leyó El Rey Lear miles de veces, que disertó sobre los puntos más finos del mismo durante 30 años con estudiantes que lo trataban como a un dios, no puede hablarle a una hija que ruega ser escuchada.
Finalmente, saliéndome de entre las líneas, le digo, “Papá, tuve un mal año; necesito dejarlo”. Carraspea. “Bien,” dice intranquilo, “bien.” Y un silencio inmóvil brota de cada abertura en la habitación más rápido que cualquier palabra que pudiera detenerlo. El mira alrededor mío; mira a los costados, como si algo entre nosotros obstruyera su mirada. Y por un momento lo veo estirarse buscando palabras e imagino que se estirará a través de la mesa para encontrarme. Me imagino que en este momento todo acerca de nosotros cambiará. Le contaré todos problemas y él escuchará: entusiasmado, absorto. En este momento me convertiré en la narradora de la función a la que él esperó asistir todo el año, recitando cada doloroso momento en verso casi perfecto; estableciendo cada desengaño con las palabras adecuadas, el ritmo adecuado, hasta que se transforme en la historia de la cuál él no puede escapar, la historia que lo atrapa al momento de ser contada y lo trae de regreso una y otra vez. “Quiero saber más,” dirá él. “Cuéntamelo todo.”
“Bien,” dice, aclarándose la garganta. “Bien. Todos tenemos malos momentos,” dice. Luego, inclinando un poco su cabeza, comienza como un actor necesitado cuyo talento nunca puede ser admirado lo suficiente, “Mañana y mañana y mañana…” dice, mientras surge la luz, casi cegadora.


Traducido por Cintia Amorós

La buena tía

Tara Sullivan

No se elija la familia. Eso creía Heather, a pesar de los intentos rigurosos de su tío Tom. Y él había estado intentando por 25 anos desde que Heather tenía diez. En ese entonces tenia edad suficiente para saber que las hijas de él eran aun sus primas aunque las veía solo por casualidad en la casa de sus abuelos, pero era demasiado chica para entender porque ya no la invitaban a dormir a la casa de ellas o pasar una tarde en la pileta.
Girando la llave en la puerta, una carta guardada debajo la pera, bolsas de compra pesadas en sus dos manos, pensaba, se elige favoritos (ella era la favorita de su tía Angela) se elige quien será el padrino de los hijos (Tom era su padrino) y todos los demás son parientes y componen tu familia y no hay elecciones en eso.
Pero hubo elecciones en la familia de Heather. Heather quería creer que por la mayor parte de la familia esas elecciones fueron hechas no por cada uno de ellos sino por una persona en sus nombres. Pero ya no era más la ingenua nena que era cuando su tío Tom dejó de dirigirse la palabra a su tía Angela. La madre de Heather Marie, su tía Angela, sus otros dos tíos Mark y Paul, hasta su abuela tomaron lo que pareciera un juramento de lealtad ese día. Sus esposas y maridos formaron fila atrás, cada uno tomando una posición, y finalmente sus hijos también, uno por uno, hasta los catorce primos encontraron un lugar.
Parada en la entrada a su departamento, sus hijos demandando su atención, Heather sintió el peso de las elecciones de su familia y entendió en ese momento que esas decisiones en algun momento dejaron de ser tomados por otro sino por ella.
“Llegas tarde,” el marido de Heather le dijo, “ya está servida la cena.” La carta ahora en su cartera tendría que esperar hasta después de la cena, hasta después de terminar con el rito de baño, libro y cama con sus hijos. Heather vio desde el comedor la luz de la contestadora automática prendida y sabía que sería su madre, para hablar de la carta. Puede esperar, ella pensó. Todos podrían esperar. ¿Qué era un día más después de 25 años?


Ni familia, ni amiga. Tragó esas palabras con lo que quedaba de vino en su copa. “Sin pelear,” gritó por el pasillo, “Salgan de la bañera. Es hora de dormir”. No intentes a contactarme a ningun otro miembro de mi familia.
Su marido salió del baño, su hijo mayor envuelto en una toalla, sobre un hombro, “vos agarres a Sam?,” le pidió y después preguntó, “¿estás bien?” “Estoy viendo fantasmas,” contestó con una sonrisa débil. Heather sintió un poco de culpa. Él pensaría que ella se estaba refiriendo al tratamiento prolongado de quimioterapia de su hermana contra una enfermedad que se mostraba invencible. Heather sabía que no le iba pedir alguna explicación, no adelante de sus hijos. “Yo puedo hacer esto”, le dijo, dejando a Heather a escapar del papel de madre a cambio de unos roles que ya rara vez tomaba prioridad, los de hija y hermana. Él no sabía que los roles que más le pesaba en ese momento eran los que por tanto tiempo carecía de cualquier significado: sobrina, prima.
Aliviada de sus responsabilidades, se sentó a leer de nuevo la carta guardada en su cartera. Las palabras salieron de la hoja y apretaban a su corazón. Ella juró que su familia no sería más una de esas que sólo se junta porque alguien ha muerto.


Tom no había hablado con su hermana Angela desde la muerte de su padre, un acontecimiento que siguió por casualidad a la cosa que hizo Angela por lo cual su hermano la había desterrada. “Sos una perra yuna puta,” le dijo cuando le dio la espalda y cerró la puerta en su cara hace 25 años. Fue la última vez que se hablaron.
Nadie recordaba exactamente cuando fue esa última vez que se hablaron. Que se pelearon. “No soporto verte. Me das asco.” Pero fue en algun momento entre el último respiro de su padre y las primeras oraciones de su madre como una viuda, sentada en el comedor, con el rosario apretado fuerte, y aferrada a su fe que Dios la llevaría a ella pronto también. Fue de esas palabras, “sos una perra, nada más que una puta barrata,” que la madre de Heather, su tía, sus tíos, sus esposas y su abuela asumieron nuevos roles. Dejaron atrás las relaciones familiares que definieron su niñez, sus años de adolescencia y los primeros pasos a la edad adulta que cada uno estaba tomando cuando se morió su padre. Se casaron, abrazando las familias de sus nuevos esposos como si fueron sus propias. Tuvieron hijos. Crearon nuevas familias a reemplazar la que estaba envuelta en silencios incómodos y acusaciones no habladas.
Sin embargo eran atados uno al otro por un sentido primordial de familia de que ninguna elección podría liberarlos. Así para las fiestas Tom los llamó a marchar como leales soldados silenciosos en su cruzada a castigar a Angela. Cada ocasión especial se convirtió en una ocasión para Angela a recordarles a todos que ella estaba siendo castigada. Para algunos, Navidad con Angela significaba Día de gracias o Pascuas con Tom. Para la madre de Heather, cualquiera la ocasión especial pasada con Angela significaba ninguna celebración con Tom y su familia. Reuniones familiares eran una rareza, y para los almuerzos de los domingos rara vez había que poner la mesa grande del comedor que en el pasado nunca parecía suficientemente larga.
La última vez que se juntaron todos para la misa marcando los 25 años desde la muerte del abuelo de Heather. La abuela de Heather rezaba todas las noches, rogando a su marido muerto–solicitando la ayuda de Jesús y la virgen Maria—a convertirlos en una familia de Nuevo; no fue todo lo que pedía pero fue lo que se pudo hacer.
La misa fue en la iglesia de Mount Carmel del parte céntrico de Worcester, Massachusetts. Fue allí que sus cinco hijos recibieron su primera comunión, donde tres de ellos se casaron y después donde se bautizaron sus propios hijos. Fue donde ella aun cantaba en el coro, aunque le resultaba más y más difícil subir las escaleras hasta el balcón del primer piso y hacerse escuchar sobre las voces de las otras cantantes más jóvenes. Su familia entraron uno por uno a sentarse en una de las primeras cuatro bancos marcadas con arreglos de flores blancos: sus cinco hijos estaban, con sus maridos y esposas, sus 14 nietos (de los cuales diez nacieron después de la muerte de su marido a una familia ya divida y conquistada por el odio de Tom). Se sentaron juntos por la primera vez en 25 años.
Pero como tantas oraciones, la respuesta traería consecuencias no intencionales. Después Angela le diría a su hermana que no sabía que le pasó, culpando el espíritu de su padre para hacerla acercarse a Elizabeth, la hija menor de Tom, y dirigiéndose a Jim, el marido de Liz, dijo, “hola, soy la tía Angela de Elizabeth, no nos conocimos aun porque no fui invitada a tu casamiento.” (Únicamente Heather sabía que su abuela no había estado sola en sus promesas de sacrificios imposibles a cambio de la intervención de su abuelo.)
Liz no dijo nada. Jim no dijo nada. El silencio con que la saludaron tapaba el sonido de las campanas tocando. Angela después relataría que se fue porque nadie no dijo nada. Su hermana Marie fue incrédula, “¿Qué quiere decir que no reaccionaron? ¿Alguna reacción con la cara? ¿Parecían sorprendidos?” “No. Nada.” Las hermanas se burlaban que quizás no la oyeron. Intentaron a adivinar la reacción de pobre Jim a lo que parecía una parienta loca acercándose de esa manera. No se rieron sobre cuanto dolía ser ignorada aunque ambas sabían que Angela debiera estar acostumbrada. No hablaron de que podría significar el silencio de Elizabeth.
Tres semanas después Angela recibió una carta. Cuando vio la dirección en el sobre era de la oficina de abogacía de Tom, pensó que él quería hacer las paces. Quizás sus palabras no cayeron sobre oídos sordos se dijo abriendo la carta. Respiró hondo, y después exhalando despacio, se sintió optimista. Frunció los labios, a evitar que se formara una sonrisa. Con la esperanza de recuperar algo que por un largo tiempo creía que se perdió para siempre, luchó con el sobre. Su corazón corría. Forzó los ojos a descansar sobre la primera línea, “Angela, después de tantos años no lo creía necesario recordarte que perdiste todo derecho a dirigir la palabra a mi o mi familia.”
Se había equivocada. Le advirtió alejarse de él y de su familia. Nunca intentar a contactar a él o ningun otro miembro de su familia. Le escribió en la carta que ella no fue invitada porque invitaron únicamente a familia y a amigos. Ella no era ni familia ni amiga.
Angela leyó la carta docenas de veces; sola, sobre el hombro de su marido; a su hermana por teléfono; y volvió la sensación de paralización que siempre logró cuando una invitación no fue recibida ni recibió respuesta. Ella estaba acostumbrada a su reclamo, como un toque de artritis que heredó de su padre, molesto pero nada que requería que la tratara. Leyó la carta vez tras vez hasta un monitor de alta tecnología no habrá percibido ninguna diferencia si había recién terminado de leer una de esas historias verdaderas de Reader´s Digest, y podría finalmente negar con la cabeza como para decir, que terrible, gracias a dios que no soy yo.
En ese momento Angela fue a la casa de su madre, adormecida a las palabras odiosas en la hoja, “Tengo una sola hermana: Marie. Vos, Angela, no sos nada para mi.” Armada con esa carta, esa prueba, ella creía que su madre por fin se daría cuenta que no fue Angela misma quien era responsable por la división de 25 años que destruyó la familia. Su madre estaría forzada a ver que fue su Thomas. Porque, mientras las acusaciones injustas de su hermano fueron como cuerdas pesadas sobre sus hombros, rara vez se tensaban en un lazo, era la alianza de su madre a Tom que le envolvía, ahogándola hasta que no podría respirar.
La respuesta de la madre aunque no inesperada dolió. “Tom está muy dolorido por lo que hiciste”. Angela respondió, “esto no se trata de cómo se siente. No se trata de él. Esta carta es odiosa y fue escrita para dañarme”. Hubiera gritado, “Esto nunca se trató de Tom. No dejé a Tom. No me divorcié de Tom. Me divorcié de Andrew.” Pero eso ya se había dicho antes y la defensa de su madre de Tom era demasiado doloroso para Angela a endure una vez más.
Aunque la abuela de Heather quería reunir su familia, tenía que ser en sus términos que significaba que Angela tenía que arrepentirse. Ella siempre defendió a sus hijos, “los nenes” los llamaba, no importaba lo que decían, ni hacían, ni a que edad. Los tres tenían los cargos principales de mayor, del medio, y bebe. Las nenas, las ayudantes de mama, estaban entre cada uno, rellenando las cosas. Y nada de eso habrá importado mucho, simplemente cosas que suceden en familias católicas grandes, si Angela y Tom no se habían peleados. La línea que su madre había marcado tantos años antes cuando eran niños, como una maestra organizando sus alumnos, nenes a un lado, nenas al otro, de repente importó—y mucho.
No sólo que Angela era una nena, una hija, sino había fallado en la única cosa para lo cual fue criada para hacer con facilidad. Se casó con Andrew, el hermano de la mujer de Tom, a pesar de desaprobación de su madre y lo dejó, a pesar de las objeciones de su madre, ofendiendo su madre, Thomas, la mujer de Thomas y la familia de la mujer de Thomas, todos de los cuales ahora formaba su familia.
Después Angela volvió a casarse—en una simple ceremonia civil—y pronto se divorcio de él (cuyo nombre Heather no pudo recordar) y en hacer esto se ofendieron Dios y la abuela de Heather por una segunda vez. Su pecado original era suficiente para Thomas y su familia.
Como Angela, Heather también leyó y volvió a leer la carta, intentando a dar sentido a lo escrito pero a diferencia de su tía, ninguna sensación de anestesiado vino, sino una confusión que se transformó en una rabia indignada. Aunque escrito por su tío Tom, fue otra voz que escuchó Heather en la carta.
¿Por qué Elizabeth decidió provocar a Tom? ¿Qué le había dicho a su padre? Sin saber lo que dijo, lo dijo sabiendo que sus palabras le iba enrabiar, ¿o no? Preguntas giraban en la cabeza de Heather hasta que encontraron respuestas que hundieron pesadas en su interior. Elizabeth no quería una reconciliación de la familia. Ella aceptaba el resentimiento de su padre como propia. Elizabeth creía que Angela cometió alguna injusticia contra ella también.
Divorcio no era un pecado, nada que Heather o ninguno de sus pares condenaron. Sin embargo es lo que había destruido su familia. Heather jugó su papel por 25 años, un rol secundario que le requería que aceptara invitaciones cuando recibidas, no cuestionar cuando no llegaban y jamás mencionar el nombre de Angela cuando en la rara vez Heather fuera familia elegida por Tom. Ese papel fue escrito para ella por una generación mayor que adhería a reglas dictadas por una iglesia católica cuya amenaza de infierno y condenación eterna no asustaba como los titulares de todos los días que anunciaban crimen subiendo, calentamiento global y actos de terrorismo.


“Pero qué es lo que hizo tía Angela?,” Heather preguntó su mama por teléfono cuando se cansó de leer la carta.
Heather necesitaba una respuesta. La respuesta a una pregunta que tenía hace 25 años. Necesitaba la respuesta cuando durante el cumpleaños de siete años de Elizabeth—aunque ella misma tenía sólo diez años—ella sabía que algo había sucedido por lo cual ella sería silenciosamente castigada. Necesitaba esa respuesta cuando nunca más fue invitada a un cumpleaños y su tiempo con sus primos fue reducido a encuentros casuals en la casa de sus abuelos. Quería esa respuesta cuando no sabía que regalarle a su prima Elizabeth para su casamiento porque la única cosa de que era segura fue que su color favorito era violeta a los siete años. Y le quería dar la respuesta a su prima Sarah, la hermana de Elizabeth cuando Sarah le contó a Heather lo difícil que fue crecer sin familia siendo familia menos que su padre le dijera que sí. Heather quería explicarle porque tuvieron que sufrir la perdida de la otra—primas, coma una hermana más que una amiga. Esa respuesta era lo que Heather necesitaba para probar a Sarah que no fue culpa de ellas, a probar que su tío Tom se equivocó cuando intentó a elegir su familia. Pero no tuvo la respuesta. Y parecía que nadie en su familia la tenía.
La madre de Heather contestó en una voz distraída, “Ni Tom sabe.” Tío Paul era de la opinión que la mujer de Tom tenía la culpa. Tío Mark dijo que la madre de la mujer de Tom tenía la culpa. Pero eran respuestas filtradas por Angela y Marie, quien agregó, “Angela dijo una vez que fue porque ella hizo lo que él no pudo.” Palabras empapadas en lágrimas siguieron rápidamente y su madre lloró por una familia perdida, una hermana dolorida y un hermano robado de ella por su propio orgullo. Las nuevas respuestas arrastradas por el diluvio de las viejas una vez más.
Mientras que escuchaba a su madre, Heather sabía que no podría contar con ninguno de ellos—ni su madre, ni su tía, ni sus tíos—a levantar el peso aplastante de los años de su conflicto. Heather heredaría el anillo de compromiso de su abuela, uno de sus primos heredaría el escritorio de roble de su abuelo, hasta los fondos recaudados de la venta de la casa de los abuelos serían divididos entre los primos. Su herencia no incluiría perdón.
Heather dobló la carta y la guardó en su sobre. Se declaró en contra de Elizabeth siguiendo en los pasos de su padre. No permitiría que el conflicto de Angela y Tom se convirtiera en un conflicto entre ellas. Descubriría las respuestas que por tanto tiempo buscaba. Lo haría por sus hijos, en nombre de su hermana, y en memoria de su abuelo.
Heather comenzaría su investigación con Angela. Al principio, Angela evitaría sus preguntas. Angela prefería la sensación adormecida a lo cual se había acostumbrada al dolor que podría causar si el pasado fue mirado demasiado o si se hiciera demasiadas preguntas. Angela sabía algo que los demás no sabían. Sabía cuanto más dolor podría causar.
Y aunque sería evasiva, Heather se empeñaría. Y eventualmente, la resistencia de Angela se debilitaría. Se permitiría ser tentada y persuadida a nombrar a Heather como su sucesora.
Angela enseñaría a Heather cómo tragar el dolor que viene con el guardado de los secretos de familia. Tom la enseñaría a odiar por culpa de esos secretos.

Traducido del inglés por la autora.

Cuentos de Ghana

Amanda Fernández
Vivimos en la sección de Accra llamada Labone. A mi esposo y a mí nos gusta imitar al difunto cómico norteamericano Chris Farley del programa Saturday Night Live, y llamarlo “The bone”. Sin embargo, se pronuncia LaBONEee y todo el mundo se da cuenta que eres un recién llegado al país si lo pronuncias como lo hubiera hecho Chris Farley.
Caminando, nuestra casa queda a solo quince minutos de la oficina de mi esposo en la embajada americana, una caminata que él jamás haría vestida de traje y corbata. Si intentara hacerlo, llegaría como si se hubiera bañado con todo y ropa. No tenemos una conexión al Internet, televisión con cable o un periódico entregado a la casa, así que no hay manera fácil de averiguar la temperatura exacta. Me asomo afuera y comparo el tiempo, no muy científicamente, con otros lugares que he visitado. - Hoy se siente más pesado y más opresivo que un día de verano de Washington, D.C.; no tan caliente como Puerto Rico en septiembre; más bien como Nuevo Orleans en agosto.
Estamos disfrutando de en Accra, por lo menos en los últimos días. Esto ha significado un 90% de humedad con temperaturas fluctuando alrededor de los 90 grados F, con un sol brillante en medio de un cielo sin nubes desde las 6:00 A.M hasta las 6:00 P.M. Si esta estación es la más fresca, me pregunto cómo voy a sobrevivir la estación de calor.
La casa que nos han asignado es mucho más grande que a lo que estamos acostumbrados, habiendo vivido más recientemente en Boston, y antes de eso en Washington, D.C. Tiene dos pisos, cuatro dormitorios, cada uno con su baño completo, una cocina enorme, sala y comedor. También hay garaje separado con vivienda para sirvientes y entrada para coches y un jardín, todo cercado por una muralla de tres metros de alto con alambre de navaja y pedazos de vidrio decorando la parte superior. El diseño de la casa es un poco raro; la puerta de entrada corrediza es de cristal, y nuestro dormitorio tiene una ventana encima de la cama desde la cual se puede observar el comedor de la planta baja. ¿Qué podría haber estado pensando el arquitecto? — ¿Mejor para verte comiendo, mi amor? — Todos los pisos son de azulejo blanco, y cualquier sonido se oye por toda la casa porque hay pocos muebles.
Tenemos vecinos a ambos lados de la casa, dos al frente y dos atrás. Al parecer, los vecinos del frente viven más o menos como nosotros, económicamente hablando. Sus casas están recién pintadas y bien mantenidas y son de dos pisos de concreto, diseñadas al estilo del Occidente, de aproximadamente 2.500 pies cuadrados. Están rodeadas por césped bien mantenido, con muchos árboles altos, palmeras, flores y garajes llenos de coches de lujo y vehículos deportivos. Afuera de estas casas hay tanques de goma para guardar agua, plantas eléctricas, otros tanques de metal para el agua encima de unas torres de 30 pies de alto, para garantizar que haya suficiente agua. También guardias de seguridad las 24 horas del día, alarmas para la casa, y alambre de navaja encima de las murallas que separan nuestras propiedades.
Las dos casas que se encuentran en la parte de atrás, son más típicamente ghanesas, donde una familia extendida vive, todos juntos en la misma casa, pasando la mayoría del tiempo fuera de la misma. Estas casas también son modernas y de dos pisos, y en algún momento tal vez se veían como la nuestra, pero no han sido pintadas desde hace mucho tiempo. Las paredes de las casas tienen grietas. Los portones están oxidados y rotos. Estas casas no tienen torres para el almacenaje de agua, plantas eléctricas, aire acondicionado, guardias, murallas de seguridad, ni alarmas. Originalmente construidas con baños y cocinas conectadas al servicio de agua, ese servicio no se usa mucho ahora. Las —unas estufas de carbón para quemar leña encima de un hoyo en la tierra—, se encuentran afuera al aire libre donde cocinan las mujeres y las niñas. Todos comen afuera también, debajo de unos techos de metal al lado de las casas. El calor en las casas de nuestro barrio es sofocante sin aire acondicionado; la mayoría de las casas están construidas de ladrillo, con muy pocas ventanas y techos de hojalata. Con el sol azotando 12 horas al día, se calientan como hornos solares. Los vecinos de atrás se bañan y hacen sus necesidades afuera en sus jardines, a plena vista de la segunda planta de mi casa.
Vivimos en un área residencial donde, por razones de seguridad, tienen que vivir todos los estadounidenses que trabajan en la embajada. Estos criterios de seguridad han causado inadvertidamente una subida de precio de las propiedades en el barrio que ha llegado a ser uno de los más caros del país. Un solar de terreno en la vecindad puede costar hasta US $250,000, una cantidad incomprensible en un país donde la mayoría de la población vive apenas con unos cientos de dólares al año.
Una señal de la prosperidad de un país es la condición de sus calles. Las calles de nuestro barrio y de la mayor parte de la capital están cubiertas de asfalto, lo que es una buena señal. Por el contrario, a la mayoría les hacen falta unas reparaciones significativas, una mala señal. Por ejemplo, justo en frente de la casa tenemos un hoyo bastante peligroso que mide unos cuatro pies de ancho y seis de hondo. Alguien le ha metido la rama muerta de un árbol para servir de advertencia. El hoyo se conecta al sistema de alcantarillado abierto que se encuentra por todas las calles del vecindario. Supongo que sirve un propósito cuando llueve para llevarse el agua, pero ahora está lleno de agua estancada, perfecta para la crianza de mosquitos y de malaria. Por lo que he aprendido de mi esposo de la situación fiscal de Ghana, me imagino que pasaremos los tres años de nuestro tour sin que se rellene ese hoyo. Las oficinas municipales y federales aquí apenas tienen muebles de oficina, teléfonos y computadoras; Ghana obviamente tiene prioridades que no incluyen la reparación del hoyo en la calle en frente de mi casa.
Aparte de la sección comercial del pueblo llamada Osu, hay pocas veredas en Accra. En vez de veredas, en nuestro barrio a ambos lados de las calles hay canales abiertos hechos de concreto, de tres pies de ancho y cuatro de hondo. Sin barreras, avisos de precaución o pintura fluorescente, son bastante peligrosos. El esposo de una colega de mi marido se cayó en una de ellas la misma noche que llegó al país. Estaba paseando con su esposa esa misma tarde por las calles para llegar a conocer el vecindario. ¡Bienvenido a Ghana! O, como dicen acá, ¡Akwaaba!
También peligrosos son los muchos taxis que vuelan como cohetes por las calles buscando clientes, muchas veces alcanzando velocidades de hasta 50 millas por hora en distancias cortas. Los conductores tocan las bocinas furiosamente cuando ven peatones. Yo todavía no sé cuál es el significado de tanto tocar bocina. Será ¡Precaución, manejo como loco escapado del manicomio! O es que quieren preguntar ¡Oye! ¿Te llevo a algún lado? Quizás están diciendo ¡Che, Obruni —extranjero—! ¿Qué haces caminando bajo este sol caliente? ¿No tienen coches todos los blancos?
Como alguien cuya carrera se ha enfocado en trabajar para ayudar a la gente pobre, detesto admitir que haber vivido en los Estados Unidos recientemente me ha ablandado la resistencia que sirve para aislarme emocionalmente de la pobreza extrema. Pero, aún así, el nivel de pobreza en Ghana me resulta chocante. Después de vivir en varios países que se encuentran en el proceso de desarrollo, uno automáticamente compara niveles de pobreza de un lugar con otro: Bosnia con El Salvador, Colombia con la República Dominicana. Con todo lo que he visto, todavía no me puedo imaginar un país que se compare con Ghana.
A diferencia de los otros lugares que he mencionado, aquí no existen barrios sin gente pobre. A unas pocas calles de mi casa hay vecindarios mucho menos prósperos que el nuestro, donde las chozas pequeñas están construidas crudamente con cualquier material que la familia pueda conseguir: pedazos de madera, cartón, sábanas de plástico y hojalata. Con frecuencia veo hombres, mujeres y niños durmiendo encima de bancos de madera o pedazos de cartón debajo de cualquier lugar a la sombra que se encuentre para protegerse del sol de mediodía. En otros países donde he vivido y trabajado, la mayoría de la gente pobre en la capital lleva zapatos. Tienen casas con techos. Pueden encontrar agua limpia si caminan 10 minutos. Muchos tienen algún tipo de cañería o plomería, y al menos un inodoro separado de la casa, encima de un hoyo en la tierra. Pero aquí no. En la capital de Angola en 1996, se veían los restos de los edificios de apartamentos, fábricas, oficinas del gobierno y fincas que existían antes de ser arruinados por la guerra. Ghana parece ser un lugar en el cual ningún colonizador hubiera invertido un centavo; todo lo contrario, parece haber sido un lugar que estuvo sujeto al pillaje. La ciudad capital se está construyendo por primera vez. Como consecuencia, me está tomando más tiempo para llegar a mi punto de basta ya, el punto en que ya no me choca lo que veo; una destreza necesaria para sobrevivir una estadía en un lugar como Ghana con el corazón entero.
Nuestro barrio es un microcosmo del nivel de la desigualdad de riqueza en Ghana. Unos pocos ghaneses y extranjeros, mayormente blancos, viven en un estado relativo de lujo, rodeados por otros que viven, por lo menos en lo que se trata de bienes materiales, no muy diferente a como han vivido por los últimos mil años. Yo estoy sentada en un cuarto con aire acondicionado, en muebles provistos por el gobierno estadounidense, escribiendo en mi computadora suplida por una planta eléctrica que costó $15,000, mientras veo por la ventana a mi pequeño vecino de cinco años en cuclillas en la acequia al lado de su jardín, defecando. La ironía me envuelve. Es la misma sensación que tengo cada vez que me mudo a un lugar de bajo desarrollo económico en el extranjero; que por un accidente de nacimiento, estoy aquí mirando hacia abajo a esta familia, y sintiéndome al mismo tiempo superior a ella. ¿Qué derecho tengo yo de sentirme así? ¿Porqué estoy yo aquí y no en su lugar? Estos pensamientos no me consuelan. No me hacen sentir afortunada; al contrario, tengo un sentido no merecido de superioridad. Me siento a la vez avergonzada y también convencida de que no puedo vivir aquí sin tratar de alguna manera de trabajar para que esto sea un lugar mejor para su gente.
Una amiga mía expatriada me dijo una vez cómo ella justificaba vivir tan avergonzadamente bien en comparación con la población local en un país pobre en el extranjero. Me dijo que su presencia misma proveía un empuje económico. Ella compraba bienes locales, reducía el nivel de desempleo empleando ayuda doméstica, gastaba dólares en una economía que carecía de moneda extranjera, y alquilaba una casa a un precio alto.
—Sólo con vivir aquí estoy ayudando más a este país que viviendo en los Estados Unidos, vendiendo cualquier bobería y enviando cheques a una agencia de ayuda —dijo ella.
No estaba en desacuerdo con ella. Todavía le doy la razón, pero eso no es suficiente para mí. No he vivido en ningún lugar sin trabajar para que se mejorara, incluso en los Estados Unidos. No voy a dejar de hacerlo ahora. No aquí. No podría vivir conmigo misma.


Esto es un capítulo de una memoria en progreso, ahora titulado Cuentos de Ghana.

Traducción del inglés por Amanda M. Fernández, Patricia M. Fernández, y Ricardo R. Fernández.

Meditación sobre una palabra

Ambi Alexander
un enojo triste calentaba sus oídos en cortos resoplidos mientras ella exhalaba largamente por la nariz. las palabras volaban hacia ella como flechas de una antigua batalla griega. con los ojos cerrados, comenzaba a recitar el mantra lento y constante, moviendo los labios en silencio: “no soy yo. es él. no soy yo.” inhalar, detenerse, exhalar, contar hasta cinco. detenerse. vendaba su herida interna con volutas de oxígeno. luego trataba de concentrarse en La Palabra. no, no es Paciencia, es demasiado comprensible. tampoco es Perdón, es demasiado angelical. surgía de
golpe como algo irreal en una nube muy por encima de ella, inalcanzable. retorciéndose y girando, las letras elegidas siguen al líder en su celestial patio de juegos, bailando y agarrándose fuerte de las manos, como niños. el mero hecho de saber que la palabra estaba en algún lado la consolaba, la salvaba de la locura, de gritar hasta quedarse sin voz, de tomar un cuchillo afilado del cajón de la cocina.
después de 25 años de matrimonio nada resultaba más fácil. algunos días sentía rejuvenecer su paciencia y luchaba contra la bestia. hoy su paciencia crujía tanto como ella a sus 62 años. su mente buscaba aplazar el desfile de las palabras de odio. “eres gorda, estúpida y despreciable”, comenzaba. un golpeteo. los detalles también dolían, pero el tema era siempre el mismo. “¿por qué ella no había logrado nada en la vida, como había hecho él”? —un capitán de la armada retirado que pasaba la mayor parte del tiempo ebrio de Jack Daniels y autosuficiencia. “¿por qué no podía esforzarse más por complacerlo?”— ponerse vestidos sensuales como las jóvenes mujeres que trabajan en el mostrador de perfumería en la tienda Bloomingdales. el tema era por qué no puede ser otra persona, alguien que le guste más. su madre sabía bien cómo iba a ser su vida con este tipo, pero no intentó advertírselo ni disuadirla. más bien la codeó diciéndole: “es un hombre complicado, pero tienes mucha suerte”. al principio, sus explosiones de enojo se parecían más a la pasión y a la energía que al vicio. si sospechaba que había un ladrón, entraba pateando la puerta; si perdía un partido de fútbol, le daba un puñetazo a la pared; si tenía un mal día, arrojaba la bolsa de comestibles a través de la habitación. en esa época ella se hacía ilusiones, pero ahora aceptaba gustosa el engaño. se colocaba una venda con hielo en el hombro, llamaba a la única amiga con la que se permitía esta indiscreción y se iba por una noche. a la mañana siguiente, él se arrepentía. se arrepentía en serio y la miraba con ojos dulces. en esos momentos a ella no le costaba sentir Compasión. la maldad de ayer desaparecía con el paso de las horas y la caricia de un oído atento. la llenaba como el silencio y hacía brillar su mirada apagada. le curaba el sufrimiento interno y ella retomaba su vida.

Alias la perra

Sharon Haywood

No importa cuánto lo intente, no importa adónde viva, parece que no puedo librarme de ella. Sé que es de mi familia—prima hermana del lado de mi madre—pero el lugar común que dice “la sangre es más fuerte que el agua” no significa mucho para mí. Se llama Enojo, pero cuando es absolutamente necesario llamarla por su nombre, prefiero referirme a ella como La Perra. Hay días en que simulo no darme cuenta de que me mira desde la ventana del noveno piso de su departamento, ubicado justo frente a la ventana de mi sala de estar en el octavo piso. En esos días, sabe que me siento bien, confiada, poderosa. Sabe que no vale la pena el esfuerzo de venir e intentar una charla trivial, así que ni se molesta en hacerlo. Me complace decirles que hoy es uno de esos días. Pero otros días, cuando mis defensas se debilitan, es mucho más descarada. Tiene el don de percibir cuando dormí poco, me siento abrumada o muerta de hambre. En esos días, me sigue de cerca, me pisa los talones y echa su repugnante aliento en mi cuello. Sólo una bocanada de su hedor—una combinación de humo rancio, sudor grasoso y comida a medio masticar metida entre sus dientes—es suficiente para que se me haga un nudo en el estómago. El gusto ardiente del ácido detrás de mi garganta es su marca identificadora.

Nueve de cada diez veces aparece en presencia de La Grosera, La Egoísta y La Injusta. No se confundan al pensar que La Grosera, La Egoísta y La Injusta son sus amigas, porque no lo son. Más bien, ellas le dan energía; se alimenta de ellas. La Grosera, La Egoísta y La Injusta le dan fuerza. Cualquier cosa que le dé motivos para quejarse la hace más fuerte.

Así pasó ayer, cuando cometí el error de dejarla pasar, que es más o menos el equivalente a darle un pase libre para que empiece a despotricar. Sus quejas de ayer demostraron la dificultad que tiene para probar lo útil que es en mi vida.

“¿Recuerdas cuando te provoqué hasta el punto de abofetear y maldecir a ese tipo asqueroso que se frotaba contra ti en ese atestado vagón de subte?” dijo, mientras echaba una lenta seguidilla de anillos de humo en mi cara. La Perra sabe que sigo fantaseando con dar unas cuantas pitadas de un Marlboro suave. “Deberías haberle dado un rodillazo en donde más le duela.” Hasta el día de hoy no estoy plenamente segura de si estaba excitado sexualmente o si sólo se trataba de la multitud que lo empujaba en la hora pico. Trato de no pensar en eso.

“¿Y ese día en que finalmente te hartaste de toda esa gente en la caja rápida del supermercado que estaba delante de ti con más de los ocho artículos permitidos? Me enorgullecí tanto de ti cuando regañaste a esos imbéciles.” Recordar cómo le gritaba a una madre de dos niños obviamente estresada y a un hombre anciano me hace avergonzar terriblemente.

“¿Y cuando te infundí el valor para perseguir a ese punk que te robó la cartera? Si yo no hubiese estado ahí habrías gemido y llorado como un bebé por haberte convertido en víctima,” dijo, mientras yo me maravillaba al ver el humo que escapaba entre los huecos entre sus dientes. Nunca recuperé la cartera y terminé llorando.

Para proteger mi salud mental y minimizar su presencia en mi vida me di cuenta de que debía conocer a sus amigos y enemigos. Sus mejores amigos son Resentimiento, Arrogancia e Irritación. Son como el “grupito” de las chicas de secundaria que se ríe y se burla de Los Que No Están En Onda. Me avergüenza decir que, en más de una ocasión, en realidad los invité a mi casa. También visitamos con frecuencia a mi familia. Sin embargo, de a poco estoy aprendiendo a no dejar que Resentimiento, Arrogancia e Irritación me hagan creer que es buena su presencia en mi vida. Conocer a los enemigos de La Perra me ha salvado; en realidad, pasar más tiempo con su peor enemigo me ha aliviado bastante.

Honestidad—le debo mucho. Me llevó un tiempo entender su punto de vista, pero ahora le creo cuando dice que La Perra es una cobarde. (Una acotación al margen: la semana pasada cobró sentido el hecho de que La Perra siempre acomode su ropa en exceso, incluso en esos días húmedos, de un calor infernal. La ropa es como su armadura.) Siempre que invito a Honestidad a casa, La Perra sale corriendo. No puede soportar estar en la misma habitación que él. Honestidad tiene una voz profunda y dulce. Su piel caoba es perfecta. Sus celestiales ojos de color azul claro tienen una mirada penetrante. La Perra sabe que Honestidad tiene el poder de volverla una parte secundaria de mi vida. Honestidad señala continuamente, con paciencia, que cuando La Perra descubre la raíz de lo que realmente le duele, desaparece y no se la encuentra por ningún lado.

Finalmente entendí que es verdad aquel viejo refrán que dice que uno no puede elegir a sus parientes, aunque sí puedo elegir el tiempo que paso con ellos. En estos días hago mis mejores esfuerzos por no ignorarla, porque eso la provoca aún más, como a un niño que estalla en una rabieta. En lugar de eso, siempre que aparece La Perra, llamo a Honestidad y lo comunico con ella. Por lo general, es una conversación corta.


Nota de la autora: La Perra es un personaje entre muchos otros que aparecerán en una próxima antología de cuentos cortos.

Traducida por Gabriela Bekenstein.

Envidia de los balcones

Suzanne LaGrande

Antes de mudarme a Buenos Aires desarrollé una condición que ahora reconozco como “envidia de los balcones.” Comenzó en Nueva Orleáns, con ávidas miradas a espaciosas barandas y pequeños porches de entrada donde por la noche parecía que toda la ciudad tenía tragos en una mano, abanicos en la otra, saludando a los transeúntes. Un vistazo a esos negros balcones de hierro forjado (como con encaje) en el Barrio Francés, donde vi a una mujer observando en la distancia, como si desde su propio trono privado acelerara mi casual anhelo hacia una completa obsesión. ¿Sería mi vida diferente, yo me preguntaba, si yo también disfrutara de la vista desde un balcón?
Aunque no fue la única razón, la posibilidad de tener un balcón propio fue parte importante en mi decisión de mudarme a Buenos Aires. Una ciudad moldeada al gusto de la Bélle-Epoque en su exterior, tan ornamentada y tal vez más grandiosa que las fachadas de Paris, Buenos Aires es una ciudad de balcones por excelencia. Redondeados, con contrafuertes de mármol, alargándose en las esquinas de los edificios, con vista a dos calles al mismo tiempo, cuadrados y cercanos, con bicicletas apretujadas contra las ventanas, otros decrèpitos, con su base descascarándose, resistiendo el peso de una vieja heladera o repletos de familias domingueras y olor a asado, las calles de Buenos Aires están llenas de balcones.
Parada al filo de los barrotes de su propio balcón, uno es inmediatamente coronado por un halo de grandeza, con todos los derechos y responsabilidades de tener personas que pasan inspeccionando, juzgando y revisando. Algunos balcones son jardines secretos, aunque no totalmente ocultos, un espacio verde o una potencial selva arrinconada dentro de los límites de la ciudad. Con un balcón, yo sería como el capitán de un pequeño barco, investigando el reflujo y las mareas de la calle que observo debajo. Sin duda me convertiría en la peor clase de chusma de barrio, atenta como un reloj a las llegadas y partidas de mis vecinos, así como ellos comentarían sobre las mías:

“Su acento, ¿qué era, de Europa del Este?”
“Demasiado amigable para mi gusto, hay algo raro en ella.”
“Bien pasados los treinta y sin hijos, ¿qué encuentra para hacer una mujer ahí todo el día?”

Con un balcón, dejaría a un lado la perversa lista de “cosas para hacer,” y las que no hice y en cambio vería las pequeñas cosas de la vida cotidiana: una niña con su pollera tableada arrastrando su valija con útiles color bordó, con sus rueditas haciendo ruido en las calles empedradas, o las hojas sueltas de las plantas que acabo de trasplantar. Al menos con un balcón las plantas a mi cuidado no temblarían más con el exceso de mis atenciones.
Un balcón podría enseñarme los avances de una vida más lenta, una vida vacía de “actividades productivas” y podría aprender a sentarme, sin ningún motivo ulterior que justificara mi quietud, absorta por nada más que el viento, las cambiantes temperaturas y los aromas de las estaciones que llenaran mi alma. Tal vez con un balcón podría por fin aprender el arte de “pasarla bien,” haciendo nada en particular, pero haciéndolo bien. Aquí en Buenos Aires, parecía que mis sueños de días lánguidos recostada sobre la baranda de un balcón podría estar al alcance de mi mano.
El balcón era perfecto: redondeado, a la calle, entre dos enormes jacarandaes. Toqué el timbre de la entrada junto al letrero que decía “Pensión para Señoritas.” Como todo el mundo sabe, y los extranjeros lo aprenden pronto, para alquilar un departamento en Buenos Aires uno necesita alguien que posea una propiedad en Buenos Aires para salir de garante. La alternativa, para aquellos que vienen aquí desde el interior, o que no ganan en dólares, son pequeñas pensiones donde por doscientos pesos por mes se puede alquilar una habitación amoblada con cocina y baño compartidos. Yo ya había alquilado una casa con otros estudiantes, y me gustaba vivir con otras personas. Además, sería una forma perfecta de aprender español. Parecía la solución ideal, especialmente si el balcón que se veía desde la vereda estaba disponible.
Una mujer de unos 50 años, con un vestido gris desgarbado bajó las escaleras de mármol y me guió a lo que había sido un elegante lobby de hotel hace aproximadamente 50 años. Pasamos la habitación con el balcón y me llevó a la parte trasera, pasando a una jovencita con un uniforme rosa y a otra mujer de aspecto cansado con dos hijos colgando de su falda mientras lavaba la ropa a mano, subimos unas escaleras al tercer piso, donde pude ver a través de una puerta abierta una manta con motivos de leopardo y una mesa llena de fotos familiares. La dueña de esa habitación nos saludó mientras baldeaba el pasillo calzada con zapatos de taco alto, que yo pensaba que en realidad estaban hechos para caminar. La habitación disponible era oscura, sin ventanas, tan grande como para albergar una cama individual con un colchón fino como un papel. Esta era la forma en que las “mujeres de la vida” de Buenos Aires viven y, aunque seguramente obtendría una muy buena educación en esos aspectos, tuve miedo de que mi computadora desapareciera en un abrir y cerrar de ojos y de que en un mes estaría desesperada, no solamente por el desastre de habitación, sino también por la dificultad de vivir que pude observar en mi breve tour. Además, la habitación del balcón que yo tanto deseaba resultó pertenecer a la propietaria del lugar.
Con el tiempo me las arreglé para encontrar un departamento en Buenos Aires. Como todos los departamentos, aprendí que no viene con heladera, pero sí tiene luz de sol, y hasta un guardarropas empotrado, aunque no tiene balcón. Sin embargo tengo una pequeña terraza. Si me paro en puntas de pie puedo ver el horizonte plagado de techos, y desde un punto en particular puedo ver el jardín de un vecino. No era un balcón lo que yo anhelaba, sino mi propia ventana al mundo, que mira no a la calle pero al menos hacia arriba, hacia el cielo.

Momentos de revelaciones divinas

Ambi Alexander
Me subí al taxi 3 segundos antes de empaparme. Durante la clase el clima se había transformado de nublado a torrencial. La lluvia azotaba la vereda y todo lo que se movía buscaba frenéticamente refugio. Los taxis estaban llenos y en una tarde como esta, eran imposibles de conseguir. Me apuraba por la calles de mano única forcejeando con mi paraguas, esperando un milagro o un golpe de suerte. Frente a la iglesia, un taxi se arrimó y mientras una mujer se bajaba, yo agradecía a Dios y con señas indiqué al chofer que me quería subir.
Al principio no noté nada especial. Estaba tan aliviada y exhausta por la lluvia, que lo único que hice fue respirar profundamente unas cuantas veces. Entonces ví sus ojos prominentes y su enredado cabello blanco. Espejo retrovisor. “Cerviño y Lafinur,” le dije. Asintió y entró en la lluviosa y pesada mezcla congestionada de colectivos y taxis. Tomó una bocanada larga de un cigarrillo y sopló anillos cuadrados de humo por un lado de su boca. El taxi apestaba a estanque húmedo y luciérnagas de Montana. Primero me preguntó de donde era. Era obvio por la pronunciación de los nombres de las dos calles que no era porteña y quería saber lo que hacía. “A qué te dedicás?” Lentamente indagaba información para sus futuras observaciones sobre la vida y yo. “Soy escritora” contesté con un algo de falsa seguridad. (Imaginen la cara de Suzanne, mi profesora, cuando le cuente, pensé con orgullo). Sus ojos se abrieron más y sus manos arrugadas con uñas largas se aferraron un poco más al volante.
“Que tipo de literatura escribís?” Escribo literatura fantástica —sobre mundos que realmente no existen. Algo endeble la respuesta pero ya está —todos la vamos inventando al andar de una forma u otra. Con su frente fruncida y sus ojos medio cerrados me preguntó en largos y articulados respiros. “¿Que pensás que es la fantasía?” Epa, qué giro esotérico. Esto empezaba a ponerse interesante. Sus mirada penetrante, sus uñas de bruja y sus hombros encorvados le daban un aire misterioso y atractivo. De pronto yo tenía 9 años otra vez. “Bueno” titubeé “fantasía es lo que tu imaginación pueda crear, ¿puede ser cualquier cosa?” Terminé mi respuesta en pregunta y mi voz subió una o dos octavas perdiendo confianza. Él fue al muere. “¡NO!” Y movió su índice derecho hacia mí. “Fantasía es la combinación única entre lo real y lo imaginario. Por ejemplo, el centauro, mitad hombre, mitad caballo, o la sirena, mitad mujer, mitad pez. La gente acepta la fantasía porque tiene algo con lo que la puede relacionar” (Mierda; yo sabía eso) ¿Cómo terminé en este taxi?
Arremetía contra el tránsito con gruñidos, resoplidos y bufidos, y, con la misma destreza, cambió de tema. “¿Tenés hijos?” preguntó. “No todavía” fue mi honesta respuesta. Entre cerrando los ojos y mojándose los labios con la lengua cubierta de carbón me advirtió. “No te apures. Tomate tu tiempo, disfrutá de la vida, viajá. Conocé el mundo. Cuando tenés hijos, tenés que darles de mamar por lo menos por un año. Es lo más importante que puede hacer una mujer. Nunca dejes a tu hijo los primeros seis años. ¡Esto es fundamental!”, se exhaltó, blandiendo el puño derecho en el aire, sosteniendo el cigarrillo y de alguna manera maniobrando por entre el tránsito. OK. Aparte del mérito del consejo paternal, me maravillaba su coraje.
Hablaba como todos los argentinos. Más con las manos que con la voz, pero también despacio, articulando cada palabra para lograr un mayor efecto dramático. Hacía una pausa y me preguntaba si le entendía. Me dice que trabaja en el mundo del espectáculo, con los ojos bien abiertos, otra vez, casi saliéndole de las órbitas. “Tenés que escribir para el teatro” me dice. No fue una sugerencia. “Contá la verdad” dice. “Contá la verdad sobre los problemas de estos tiempos, de nuestra gente” Nosotros somos la gente. Vos sos la gente. ¡Contá la verdad con lo que escribís! ¿Qué otra cosa hay”, exigió saber. Yo estaba cautivada. ¿Quién habla de la verdad en un viaje en taxi de diez minutos? ¿Quién habla de la verdad en algún lado?
¿Será ésta mi señal? Es casi demasiado obvio. Tan obvio que podría malinterpretarse como algo menor, menor que el mensaje que da. ¿Será ésto lo que mi amiga Wendy llama “Momento de revelación divina?” Todos los hemos tenido, aunque no los reconozcamos o no le demos un nombre. Son episodios que ocurren con extraños (cortos, por lo general, por lo que uno puede olvidarlos fácilmente si no está prestando atención) que te indican y te preguntan las cuestiones más personales. Cosas de las que no hablás o no podés hablar con tus íntimos. Cosas que quizás pensás pero no decís. Cosas de tu subconsciente sobre las que sólo Dios sabría cuestionarte, orientarte, preguntarte. Buenos momentos a bordo de un taxi. Que se guardan como el título de algo. “Verás un cartel que promociona un espectáculo llamado Poder de Afectación – Niños y Adolescentes de las Artes.” Lo repitió, diciendo cada palabra lentamente mientras me miraba a los ojos para que lo recordara. “Miralo y disfrutalo. Luego venime a ver por un trabajo. Vaya.
Sobresaltada, le pagué el viaje y le pregunté el nombre. “Santino Milagro —mi madre es española y mi padre italiano.” Nos dimos la mano y terminé mi viaje a la fantasía. Me di vuelta dos veces para mirar, parpadeando con los ojos húmedos de lluvia para asegurarme de que no era sólo mi imaginación.
Podría haber sido uno de los millones de bichos raros que hay en Buenos Aires, ebrio de humo y de sus propias ideas no aplicadas luego de demasiados años en la universidad gratuita. ¿O tenía razón? Pensé en las innumerables sesiones con parapsicólogos, intérpretes de la palma de la mano, maestros del tarot, lanzadores de cartuchos de santa tierra y expertos en astrología a las que fui para descubrir quién soy, qué debo hacer con mi vida. ¿Acaso esto era más real que el único consejo que recibí de mi madre nacida en la década del ’50? —“Querida, tomá clases de dactilografía, al menos estarás segura de conseguir siempre un trabajo.”
El señor Milagro me rondó esa noche. Sus ojos penetrantes y su voz firme entraron en mis sueños, que generalmente eran de color de rosa. “No sigas esperando que empiece tu vida. Ya sabés lo que hay que hacer.”

Capítulo 1 de la novela El agujero azul

Maryann Ullmann

Leilagh y Jess se conocían mucho más allá de su propio bien. El día en que se conocieron quedó claramente en la mente de Leilagh como en un encuentro con lo sobrenatural. Ella tenía seis años, y su familia se acababa de mudar del norte de Irlanda a Vermont, a una vieja casa de campo con rincones tenebrosos que olían a naftalina y moho, y que tenía muchas necesidades de limpieza. Era un pequeño pueblo, del tipo de los que tienen un almacén general, un negocio de muebles usados, una estación de servicio que cerraba a las 9 de la noche, y una biblioteca en una casa con porche inclinado. La casa quedaba cerca del centro, justo en frente de una entrada destartalada sin pavimentar que desaparecía misteriosamente dentro del bosque, decorado solamente con un buzón casero de madera pintada con un arco iris y una versión infantil de lo que podría ser una oveja o una nube, o un cruce de ambas. Mientras sus padres sacaban el contenido de las cajas, arremangándose para fregar, y le decían a Leilagh que estuviera quieta y fuera del paso, que ya parecería un hogar pronto, Leilagh pasaba horas enroscada en la ventana, sentada contemplando la entrada, esperando ver quién o qué saldría de ahí.
Finalmente, una tarde en la tenue luz del sol que sigue a una mañana de lluvia, una niña pelirroja, completamente desnuda salvo un par de botas de lluvia rosadas y un montón de brazaletes de goma, vino saltando por ese camino siguiendo un sapo. Se inclinó para ahuecar sus sucias manos sobre éste, luego simplemente desapareció, y continuó con su propósito, hasta que estuvo prácticamente sobre la calle. Leilagh se quedó mirándola con los ojos muy abiertos como si la niña fuera alguna clase de extraterrestre, o de hada. ¿Dónde estaba su ropa? ¿Dónde estaban sus padres? ¿Sabía que no tenía que ir a la calle? ¿Quién la estaba cuidando? ¿Y realmente se divertía sosteniendo sapos? ¿Acaso no eran pegajosos?
“Ma”, anunció en la cena esa noche. “Hay una chica de mi edad del otro lado de la calle. Yo la vi.”
“Qué bien”, dijo su madre. “Cuando tengamos las cosas organizadas podemos ir e invitar a los vecinos a cenar. Estoy tan contenta de que estés pensando en hacer amigos, Leilagh.”
Había omitido, sin embargo, los detalles de su visión, y un par de días más tarde sus padres sin sospechar nada estaban pasando con ella por la entrada, cargando un pequeño y pulcro paquete de galletitas, mientras el barro salpicaba los zapatos de su papá.
“¿Hasta donde llega esta entrada?, dijo. “Quién hubiera pensado que hemos debido agarrar el coche, sólo para cruzar la calle?”
“No sé, Charles, crees que deberíamos dar la vuelta y agarrarlo? ¿Son seguras estos bosques?”
Pero justo entonces Leilagh vislumbró algo rojo a través de los árboles. “Veo algo” exclamó.
“Qué buen ojo,” dijo su padre, y continuaron. Por fin salieron a un claro que albergaba a una gigante y desproporcionada granja roja, imprecisas manchas de jardín y yuyos, y unos inventos raros como si se tratara del paraíso de algún inventor loco, que luego Leilagh comprendió que consistía en algunos molinos funcionales, semi-funcionales y en desuso, calefón y ducha, horno solar con un panel reflector gigante, una bañera a leña (como si alguien fuera a ser cocinado en una gran olla de sopa de conejo en uno de los dibujitos animados de Bugs Bunny), un secador de frutas solar, una vieja bañera para pisar uvas, una bicicleta alimentada por la presión de sidra de manzana, y pedazos de una épica casita de árbol que nunca había sido terminada.
Leilagh miró alrededor con sus ojos cada vez más abiertos por la curiosidad mientras sus padres se movían inquietos.
“No veo un timbre,” dijo su madre, examinando la casa. “¿Será acaso la puerta principal?”
“Déjame ver,” dijo su padre mientras tropezaba con algunos bloques de madera y paja abandonada al mirar al otro lado. “¡Hola!” llamó. Volvió y golpeó la puerta. “¡Hola!”
“Me parece que no hay nadie,” dijo su madre. “Tal vez deberíamos irnos, Charles.”
“Espera, escucho algo” dijo, y algunos momentos después ellos pudieron oír un ahogado grito de “¡Estamos aquí! ¡Esperen!”, y unos pesados pasos y finalmente la puerta se abrió oscilando a una robusta mujer envuelta en un vestido turquesa y naranja, su largo pelo sostenido por un pañuelo gitano y sus manos cubiertas hasta el codo de harina.
“Perdón, estaba afuera haciendo pan y no oigo bien la puerta desde ahí. ¿Han estado esperando mucho? ¿Puedo ayudarles?” preguntó.
“Soy Charles Baxter,” dijo el padre de Leilagh, extendiendo su mano y luego dejándola caer otra vez cuando recordó que las de ella estaban cubiertas de harina. “Y ella es mi esposa, Claudia, y nuestra hija Leilagh. Acabamos de mudarnos cruzando la calle y queríamos presentarnos, pero si está ocupada podemos volver en otro momento, no queremos ser entrometidos.”
“¡Oh, no! ¡No!” dijo la mujer. “No estoy ocupada, nunca lo estoy. Cosas para hacer, pero ¡eso no es estar ocupada, sino solo vivir la vida! Por favor, pasen. Espero que se queden aquí un momentito, necesito dejar esta masa cubierta o las moscas la alcanzarán. ¡Pero por favor, siéntanse como en casa! ¡Estoy tan feliz que hayan venido!”
La siguieron por la casa con mucha precaución, pasando una escalera con libros apilados, papeles, y bandejas de tarros esperando que alguien recuerde ponerlos en sus lugares; pasando la cocina llena de cacerolas y ramos de hierbas colgados de las vigas; pasando una sala amplia, soleada y llena de colchones, y --¿Era un trapecio colgado del techo? Y después emergieron al patio donde pilas de masa reposaban como lunares en una mesa grande de madera y un horno redonda de barro echaba humo por su chimenea, un fuego caliente crepitando en su barriga.
“¡Entonces!”, dijo la mujer, despejando las sillas de libros de recetas y materiales para pintar, para que sus invitados tuvieran lugar para sentarse. “¡Bienvenidos! ¿De dónde proviene su acento? ¿Son escoceses?” Empezó a buscar toallas para cubrir la masa y se lavó los brazos con una manguera, al tiempo que decía: “¡Ay! ¡Está fría!”
“Irlanda,” dijo la madre de Leilagh. “Irlanda del Norte, en las afueras de Belfast.”
“¡Irlanda!” repitió la mujer. “Qué bien. Estuve ahí una vez, en el sur. Paseamos en bicicleta alrededor de la península de Dingle e hice buceo con los delfines en la bahía —¿cómo se llamaba? Fungi. Un nombre extraño para un delfín, pero divertido. ¿Saben si Fungi sigue con vida? Me pregunto cuánto tiempo viven los delfines.”
“No estoy segura…” dijo su mamá. “Yo nunca—“
“Me pregunto quién pensó en ese nombre”, continuó la mujer. “¿Creen que signifique algo en gaélico, además de, bueno, fungi? ¿Saben algo de gaélico?”
“Sí, sabemos un poco”, dijo el papá de la niña. “Pero es un dialecto diferente del que se usa en el sur y ni siquiera escuché la palabra fungi.”
“Es fascinante,” dijo la mujer. “No sabía que “dingle” era sinónimo del bulto de un hombre, como se suele decir, porque la península tiene esa forma. De todas formas, estoy segura de que el nombre Fungi está bien, y si no, no pasa nada y la vida continúa. Seguro que el delfín sabe cómo vivir la vida al máximo y jugar mucho, de cualquier manera. Los delfines entienden muchas cosas, ¿no lo creen?”
Los padres de Leilagh asintieron cortésmente.
“Trajimos unas galletitas”, dijo su mamá, todavía un poco sonrojada por el comentario sobre “dingle”. Les ofreció el paquete. “E íbamos a invitarlos a cenar una de estas noches. Leilagh dice que vio a una niña en la entrada de su casa. ¿Es su hija?
“¡Ah, sí!!” dijo la mujer. “Mi hija se llama Jess. Salió con su padre a revisar los cubos para recoger savia de arce. Ya deben estar por volver, pero nunca se sabe. Qué papelón, no me presenté, ¿verdad? Soy Kathy. Temo que tendrán que repetirme sus nombres. Me avergüenza decir que nunca recuerdo los nombres cuando recién conozco a la gente. Ay, me encantan las galletitas…”
Volvieron a presentarse mientras Kathy abría el paquete de galletitas de mantequilla y agarraba un par para masticar; luego, les volvió a alcanzar el paquete abierto para que se sirvieran.
“Jess debe tener tu edad”, le dijo a Leilagh. “¿Cuántos años tienes?”
“Seis,” respondió la niña.
“¡También Jess! ¿De qué signo eres?”
Leilagh parecía confundida.
“Cuándo es tu cumpleaños?”, volvió a intentar la mujer.
“El primero de octubre.”
“¡Ah! Eres de Libra,” dijo. “Siempre en busca de la belleza y el equilibrio, tomándose el tiempo necesario para sopesar las decisiones y procurando justicia. Me gusta la gente de Libra. Jess es de Tauro, con los pies en la tierra y muy táctil. Creo que serán buenas amigas.”
Aunque Leilagh no tenía idea de lo que significaba “táctil” o sobre el tema del que estaba hablando esta mujer, enseguida le cayó bien. En poco tiempo Kathy se transformaría en una segunda madre para ella, una persona mucho más vibrante, chiflada, dominante y abiertamente disfuncional que compensaba a su propia reservada, prudente, preocupada, tibia y disfuncional madre.
“Yo soy de Acuario,” continuó Kathy, “un signo de aire como el tuyo. Claudia, Charles, ¿de qué signo son? Déjenme adivinar. Claudia, debes ser de Cáncer…”
“No creemos en la astrología”, dijo Claudia, con un poco más de brusquedad que lo que habría querido.
“Ah, ya veo,” dijo Kathy. Un silencio profético e incómodo los envolvió. Prefiguraba los años por venir, llenos de cumplidos forzados, evitándose para ocultar el desprecio mutuo que sentían. Un par de conflictos de cosmovisión sin restricciones, sus hijas manipuladas como títeres, cada pareja acostumbrada a su propio punto de vista benévolo: permitirían la amistad de sus hijas porque seguramente la propia sería una buena influencia para la otra, a quien no se podía culpar de la ignorancia de su familia.
Leilagh, según la opinion de Kathy, necesitaba urgentemente encontrar el camino hacia la liberación. Y la pobre y descarriada Jess, de acuerdo con Charles y Claudia, debía hallar el camino hacia Dios.
El silencio finalmente se rompió cuando Jess y su padre volvieron de caminar por el bosque. “¡Hablando de Roma, el burro se asoma!”, anunció Kathy.
Jess entró junto a un hombre alto, desgarbado y con barba tupida. Esta vez iba vestida, con un etéreo vestido blanco de corte princesa un tanto raído y un par de borceguíes de tamaño ligeramente mayor al necesario. Tenía los puños llenos de pinochas, brotes de helecho y hojas que había recogido.
“¡Tenemos visitas!”, los llamó Kathy.
Jess entró de un salto y sus ojos se posaron inmediatamente en Leilagh. Sin una palabra, una enorme sonrisa involuntaria iluminó su cara, la que producía un efecto contagioso que hacía desaparecer todas las inhibiciones de Leilagh. Sí, iban a ser buenas amigas. E incluso hermanas.


Nota del autora: Eso es una selección del capitulo uno de una novela en curso, titulada El agujero azul

Traducido por Gabriela Paula Bekenstein

La cuarta regla

Amanda Fernández

—¿Cómo que no hay vuelo?

—Es Nochebuena —respondió el representante de Aerolíneas Croatas, como si eso sirviera de explicación, como si nadie en Bosnia no supiera que la mayoría de los croatas son católicos.

—¡Me pudiera haber advertido algo de esto cuando compramos los pasajes hace MESES! —grité exasperada.

De ninguna manera iba yo a pasar las Navidades en Sarajevo. De ninguna forma, después de haber recorrido el país entero en mal tiempo, viendo casas y pueblos destrozados, sin hablar el idioma, tratando de convencer a la gente traumatizada que se olvidaran del pasado y que comenzaran de nuevo. Llamé a mi jefe.

—¿Puedo llevarme un coche por unos días?

Una hora más tarde, todavía furibunda, viré a la derecha y me percaté al instante de una anomalía para Sarajevo: un coche de la policía nuevecito con muchas luces de colores encendidas.

—¡Mierda!

Paré el coche. El coche de la policía también se paró, y de él se apeó uno de los gendarmes capacitados reciéntemente por la OTAN, enorme, tamaño Robo-Cop.

En Bosnia, Ne govorim Bozanski es mi expresión favorita para desenvolverme de toda clase de experiencia incómoda, tales como despedir a los mendigos de la puerta, ignorar las preguntas de gente extraña mientras corría, y negociar en el mercado. Sin duda me iba a servir ahora.

Bajé el cristal, y antes de que el policía pudiera decir ni una palabra, grité con demasiado entusiasmo —¡Ne govorim Bozanski!

—No importa —dijo el policía—. Hablo inglés.

Estaba atrapada.

—El semáforo rojo y usted no paró.

—¿Cómo? ¡No es cierto!

—Sí, lo es. Aquel semáforo —dijo, indicando con el dedo y siguiendo en su inglés rudimentario—. Usted seguir adelante cuando rojo.

—¡Imposible! —grité. Pero, ¿era verdad? Andaba yo en un estado de ánimo autopiloto inducido por la rabia que tenía todavía, concentrándome exclusivamente en mi mala suerte esa mañana, de haber tenido que cancelar el viaje a Praga, de verme forzada a crear un nuevo plan para ir a Budapest. Sin embargo, aunque el policía tuviera razón, yo no iba a admitir la infracción ahora.

—Usted venir a la estación.

Hay tres reglas que obedezco absolutamente sin excepciones cuando estoy de viaje en el extranjero:

1. no caminar sola de noche
2. en la calle, no mirarle los ojos a ningún hombre, y
3. nunca, jamás, acompañar a un policía gigantesco a en una zona de pos-guerra.

—¿No podríamos resolver este asunto aquí mismo? —pregunté, casi sin voz, esperando que los policías recién entrenados no fueran tan honestos como quisiera la OTAN.

—No. Ir a la estación.

Entonces las sentí. Unas lágrimas humillantes llenándome los ojos. Intenté tragármelas y decía, cada vez en voz más alta —¡No! Usted no entiende. Me cancelaron el viaje. Ahora tengo que ir a Budapest. Hoy es un día especial para mi gente. Y…y… —¿Y qué? ¿Qué pasaría si lloro? ¿Para qué seguir controlándome?

Y solté el llanto. Con el labio inferior temblando, me cubrí la cara con las manos y me eché a sollozar a todo dar. Basta ya de ser mujer fuerte en zona de guerra.
Lloré por lo que pasó ese día, por los huecos en el cemento a causa de proyectiles, por la economía arruinada, por los campamentos de concentración de los años noventa, por todo lo que había sufrido el país.

—¡Aaaa! —dijo él por fin, disgustado—. ¡Vayase no más!— Con eso dio la vuelta y regresó a su coche nuevo y brillante. La OTAN todavía no les había enseñado cómo responder a ese truco.

Budapest, ahí voy.

Traducido del inglés por la autora y Ricardo y Patricia Fernandez.

Rojo

Tara Sullivan

La mujer que su amante llamaba Cerise, se preguntaba qué haría él cuando encontrara su cuerpo envuelto en rojo, como ahora se veía en el espejo. La segunda vez que el vino a su departamento le regaló un par de bombachas de color rojo bombero. Se las puso. Ella comenzó a recibir regalos, no sólo los martes por la noche cuando iba a visitarla, sino una docena de rosas rojas un lunes, más lencería roja un jueves, un sillón de terciopelo rojo entregado a su apartamento un miércoles. Luego llegó una caja de vino tinto, una cesta de frutas con uvas rojas, sabanas de color rojo satinado, papel perfumado de escribir de color rojo, una cartera de cuero rojo rubí con una hebilla de oro, pintalabios rojo caro, un ramo de amapolas rojas, más carteras rojas. Los regalos se sucedían sin fin, durante semanas. Siempre de rojo. Cerise nunca le dio ningún regalo. El último regalo que recibió fue hace unos días cuando tres hombres llegaron con baldes, cepillos, sobretodos, cinta adhesiva, sabanas, muchas sabanas. Vinieron a pintar su apartamento de rojo: cada pared, los marcos de los ventanales, las puertas, los techos. Terminaron su trabajo hace unas horas. Lo único que dejaron atrás fue una sabana blanca que tapaba el sillón de terciopelo rojo al lado de su cama. Cerise se envolvió en esa misma sabana, blanca con excepción de una salpicadura de pintura roja, tomó la navaja del estante del baño, caminó de vuelta a su cama, y se cortó las muñecas. El regalo perfecto para su amante.

Traducido por la autora.

La letra p

Sharon Haywood

En el fondo de la casa, tendida sobre el pasto crecido, Sara peina las briznas suaves del césped con los dedos, lentamente, rítmicamente. Mira al cielo y tararea suavemente “La canción de la P” de Plaza Sésamo. Ladeando la cabeza primero a la derecha, luego a la izquierda, ve un gatito que estira las patas delanteras dentro de las nubes que van mutando. Poco a poco, el viento tira suavemente de las zarpas del gato. Las alargadas zarpas se unen y una gruesa serpiente se desliza, mientras abre la quijada lentamente, sus pequeños colmillos se multiplican.

Portazo

La puerta mosquitera rebota y vuelve a cerrarse de golpe, con un poco menos de fuerza que la primera vez. Sara se estremece, espera conteniendo la respiración, y escucha: sólo el viento, que ahora sopla con un poco más de fuerza. Sara exhala, respira profundamente, y empieza a tararear otra vez. Se concentra para tratar de ver otra forma que no sea la terrorífica serpiente. La serpiente se desliza hasta transformarse en una sirena con rizos que se enrollan de forma curiosa y le llegan a la punta de la cola. La cola se divide en dos serpientes más pequeñas.

Grito

La madre de Sara insulta a los gritos. Sara traga con fuerza, esperando que, al tragar las amenazadoras lágrimas que le obstruyen la garganta, también pueda aplastar las mariposas de su estómago. Su padre contesta con profundos bramidos amenazadores. Entrecerrando los ojos, Sara cuenta los soldados que están formando en fila—uno, dos, tres, cuatro, cinco, que se perfilan contra el fondo celeste de su pintura de nubes vivas.

Estallido

Los platos se hacen añicos. O quizás sean los vasos. Luego se oyen sollozos. La mano de Sara se desliza hasta su estómago. A un grito le sigue un portazo. Al portazo le sigue un bramido. Con los ojos bien cerrados, Sara aprieta fuertemente con la mano para que las mariposas, y también la pelea, dejen de hacerle doler el estómago. Espera. Nada. Espera.

Estallido
Portazo
Chillido

Sara deja de apretarse el estómago, y se cubre ambos oídos con las palmas de las manos. El viento es frío. Sus brazos y piernas desnudos se cubren de piel de gallina. Las olas estallan. Los leones rugen. Los unicornios se alejan al galope. Sara imagina que se van a un lugar seguro que ella no puede ver en las nubes.

Gritos
Bramidos

Introduce los dedos índices en sus oídos tan profundamente como puede. Mordiéndose el labio inferior, Sara vuelve a tararear. Añicos. Portazos. Gritos. Bramidos. Una gota de lluvia rebota a un costado de su nariz y se desliza hacia abajo por su mejilla. El cielo está oscuro. Ya no hay gatitos ni sirenas. También se fueron los soldados. Sara cierra bien los ojos. Otra gota. Sara ya no tararea, ahora canta. “P de panqueque, P de panqueque.”

Goteo.
Goteo.

“La letra P. ¿Qué les parece unos pepinillos con pastrón?”

Goteo.
Goteo.
Goteo.

“P de puerco, P de puerco.” Truenos silenciosos. Ahora las gotas caen rápidamente. Sara no se mueve y mantiene los ojos bien cerrados. “Pastel de papa, pastel de papa, la letra P.”

Traducida por Gabriela Bekenstein

Una rubia en kimono

Maryann Ullmann
No todos los días uno puede entrar a un lugar y que todas las cabezas se den vuelta expectantes. Yo estaba simplemente acompañando a mi amiga japonesa, Mariko, en sus diligencias por un pequeño pueblo afuera de Kioto, cuando ella hizo una parada en el salón de belleza para hacer los preparativos para una próxima fiesta.
Pero ni bien la puerta se cerró con un tintineo de campanillas, un enjambre de peluqueros, artistas de maquillaje y vestidores de kimono, se arremolinó zumbando a mi alrededor con emoción, tocando mi largo cabello rubio, y parloteando rápidamente. Mariko tradujo: “Quieren ponerte un kimono”, y dijo, “¿qué piensas?”.
Mis ojos se abrieron. Ponerse un kimono no era una cosa menor. Las mujeres asisten a escuelas por varios meses para aprender el proceso de vestir kimono; un ajustado arte que toma alrededor de tres horas y cuesta varios cientos de dólares. Y ese era apenas el precio por el servicio de ser vestido antes de dejar el salón. Hay admás un costo de alquiler del kimono, pero ¿saben cuánto si quieren comprarlo? $10.000. Las mujeres japonesas modernas muchas veces eligen entre ahorrar para un kimono o un coche.
Nerviosa, le dije a Mariko, “No tengo el dinero…”
“No, ellos quieren hacerlo gratis”, dijo, “sólo por diversión.”
Me sentí un poco ridícula, pero supe que esa no era una oportunidad para dejar pasar. Entonces hicimos un plan para volver más tarde y dejar que lo hicieran a su manera. Cuando volvimos, ya estaban preparados. Habían escogido un hermoso kimono de seda celeste--para combinar con mis ojos, dijeron--con flores de un fucsia espectacular. Me sentaron para pintarme el rostro primero: un arco de sombra azul como una reina de la disco de los setenta, combinado con el exagerado delineador y rubor de las geishas.
Luego el peluquero empezó a pasar sus dedos y peines por mi pelo, comentando la diferencia de textura con la que él acostumbraba: más fino, más suave. Esto será interesante, dijo. Procedió a separar y sujetar varias mechas de pelo en unos hábiles y femeninos fuegos artificiales, al tiempo que se ponía a trabajar con la bucleadora y las hebillas. Y luego, un misterio del tradicional arte del peinado japonés me fue revelado: los suaves rodetes, curvos y abultados, eran en realidad formas de goma espuma que mi pelo envolvía y sostenía. Dejando fuera mechones rizados para enmarcar mi rostro, luego él adornó la escultura con una horquilla de mariposa y una cascada colgante de flores rosas para combinar con el kimono.
Después fui llevada rápidamente escaleras arriba, y entregada a la asistente que ayuda a ponerse el kimono. Ella me dio la bienvenida a su guarida y cerró la puerta al alboroto de abajo. La atmósfera se volvió reverencial. El cuarto era simple: un gran armario, un espejo de cuerpo entero y mucho espacio libre donde trabajar. Me instruyó para transformarme en un papel blanco, después de lo cual volvió con pilas de telas, ninguna de los cuales era el kimono en sí.
Se puso a trabajar silenciosamente y con gran concentración; mis brazos colgaban fuera como un espantapájaros, y envolvió varios anchos de tela alrededor de mi sección media. Ella aplanó mi pecho y también aplastó y acolchó mi vientre, todo para conseguir la forma cilíndrica de la silueta femenina ideal para usar kimono. Otro par de capas de papeles y varias apretadas de cinturón más, empecé a pensar que ella debía estar cerca de terminar y estaba empezando a sentirme mareada, pero todavía hubo más envoltorios y ataduras. Pensé en los viejos corsés con cordones y ballenitas de la tradición occidental; en las variadas técnicas alrededor del mundo para dejar fácilmente sin aliento a las mujeres.
Finalmente, ella retiró con delicadeza el kimono de su caja dorada y cubrió mi ahora rígida forma, y lo envolvió en todavía más capas, y tiró y tiró de él sobre mi silueta, estirándolo con sus manos por los lados para esfumar extraños pliegues y arrugas. Luego ella culminó todas las capas alrededor de mi sección media con un obi fucsia y pasó un buen rato detrás de mi espalda atando y volviéndolo a atar para lograr la reverencia justa.
Una última cuerda dorada sostuvo el obi y yo ya estuve realmente lista. Ella me deslizó un par de medias blancas, bifurcadas en el dedo gordo del pie; encontró un par de zapatos de kimono sólo un número menos--yo tenía los pies más grandes que ella jamás hubiera visto. Me paré sobre los zapatos, como chancletas de plataforma, y luego comprendí con horror que se esperaba que navegara de alguna forma de nuevo escaleras abajo.
No había esperado ser barrida en una espontánea ceremonia de kimono esa tarde. No estaba preparada para el profundo cambio mental que el uso del kimono trajera. Sin mencionar el cambio en el modo en que fui tratada por aquellas personas que me rodeaban. Cuando empecé a arrastrar los pies hacia delante en los minúsculos, cortos movimientos que los zapatos y el kimono me permitían, de pronto descubrí que no se esperaba en absoluto que descendiera las escaleras por mí misma, ni que hiciera nada de eso. Me di cuenta de que imprevistamente me había convertido en algo parecido a una muñeca humana.
Los asistentes me flanquearon, alzaron partes del kimono, me ayudaron a caminar, me trajeron una gaseosa, abrieron la lata, me ayudaron a entrar y salir del coche que me llevó a un jardín Zen para tomar fotos; movían mis extremidades y mi cabeza en poses artísticas y por sobre todo, se aseguraban de que ni una punta del carísimo kimono que yo estaba usando se ensuciara ni un poquito. Me sentí mal siendo servida, siendo el completo centro de atención por mi belleza y por nada más, y me di cuenta de que esto era mejor que simplemente rendirse o cualquier otra noción de independencia. ¿Era esta una ventana a la psicología de los roles tradicionales de la élite de las mujeres japonesas? ¿Era mi propia mentalidad individualista occidental la que me hacía sentir tan limitada? Suspendí mi prejuicio y me decidí a dejarme llevar por la corriente.
Aunque el mareo y la sensación de sofocación continuaran, también encontré una cierta lenta y deliberada elegancia. A pesar de las restricciones, fui liberada de la necesidad de correr hacia algún lugar o de hacer algo. Cada momento sucedía cuidadosamente, concentrado en la atención y lo reverencial. Me senté y sonreí en un hermoso jardín Zen al crepúsculo; el agua escurriéndose de la fuente, y disfrutando mi momento eterno en un kimono.
Luego, cuando regresé al cuarto para cambiarme, las cuidadosas capas que tomaron tantas horas fueron deshechas en cinco minutos, yaciendo en un arrugado montón en el piso; el sagrado kimono fue regresado a su caja, y fui abandonada en mi última capa de ropa interior para vestirme yo misma. Mi pelo cayó fuera de sus hebillas en una cascada revuelta y todavía ondeada. Me calcé los jeans y bajé las escaleras sintiéndome horriblemente inestable: aunque había deseado respirar libremente otra vez, me sentí desanimada, desarmada y torpe. No tenía más una excusa para moverme lenta y decididamente. La fascinación se había ido, y fui conducida a la puerta con un cortés “¡Adiós! ¡Gracias!” y el concurrido salón volvió a acicalar a los clientes pagadores. En lo que tal vez fuese un curso rápido de diferencias culturales, comprendí: hay dos diferentes formas de ser, de andar por este mundo, en kimono y sin él. Dos formas de ser totalmente diferentes.


Traducido por Marcela Domine

Debajo de la cama

Tara Sullivan

Él se encuentra debajo su cama, un monstruo con dientes largos, con grandes patas, garras afiladas, labios húmedos, piel descuidado, grueso, una cola corta, con muchas espigas, un monstruo tranquilo, un monstruo que sabe cómo esconderse; él está escondido ahora, mientras ella en pijamas se sienta en su cama por encima de su cabeza peluda leyendo un libro acerca de un monstruo en un ático, otro libro sobre un monstruo con un dolor de muelas y un tercer libro acerca de una lejana tierra donde viven los monstruos; y él sabe que antes de que ella llegue al final del tercer libro estará dormida, y en poco tiempo no va a estar más leyendo historias sobre monstruos, y ella no le pedirá a su padre a buscar debajo de la cama o pedir a su madre que revise el placard una vez más, y de pronto, él no les oirá decir "no hay monstruo aquí"-que, de hecho, será cierto, pero más tarde esa misma noche, mientras esté dormida, él se acostará debajo de la cama para escuchar los crujidos del piso, el viento aullador y un llanto susurrado de un niño que lo mantengan vivo para una noche más.

Traducido por la autora.

En el jardín

Katharine Jones

Todo en la ciudad rezumaba de calor. Aún en Brooklyn, de dónde salían del subterráneo, las calles estaban sofocantes y sin brisa y la gente caminaba a un ritmo lento, como si estuviesen oprimidos por pesos enormes.
“¿Podemos parar un minuto?” Elizabeth preguntó mientras llegaban a la esquina, media cuadra antes de la fiesta.
“¿Por qué?” preguntó Mark.
“Me quiero maquillar un poco. No quiero que se note que estuve llorando.”
“¿A quién le importa cómo te veas?”
“A mí me importa,” dijo ella y luego lo repitió, “A mí me importa.”
Ella se sentó en el zaguán de una casa de piedra marrón y aplicó algo de corrector debajo de sus ojos, luego se puso un poco de rimmel para pestañas. En el calor húmedo el maquillaje parecía absurdo. Ellos habían vivido juntos por cuatro años y durante dos años la misma discusión había surgido y siempre terminaba en un punto muerto, sus mejillas cubiertas por lágrimas y nada resuelto.
“Listo,” dijo ella, cerrando su cartera. “Vamos allí como gente normal, feliz.”
“¿Quieres ir o no?”
“¿Por qué no?” contestó ella, haciendo aparecer una falsa sonrisa. “No es que tengamos otra cosa que hacer”.
“No, tienes razón, no tenemos. Buena actitud,” dijo él con un silbido.
“Solo estoy diciendo…”
“Yo sé lo que estabas diciendo. Lo entiendo, ¿Está bien? Entiendo.”
“Bien. Entonces ambos lo tenemos claro, no tenemos nada más importante que hacer.”
Elizabeth se paró y comenzó a caminar por la calle con Mark siguiéndola unos pasos atrás. Ella sabía lo que él había estado pensando. Que en la corriente agradable del jardín de Graciela y Fergus, con bebidas frescas en mano, con amigos con quienes ambos se llevaban bien, que quizás él tendría suerte y el asunto se evaporaría y sería olvidado, como el agua que chorreaba debajo del hidrante abierto que pasaron en Bedford.
Graciela abrió la puerta con un jarro de sangría en una mano y un biberón en la otra. “Pasen, pasen. Estamos un poco desorganizados hoy, así que elijan una mano. Voy a subir por algunas cosas, y reunirme con ustedes en el jardín,” dijo ella, y después agregó con una pequeña risa, “pero tengan cuidado, si eligen la mano equivocada pueden sellar su destino.”
Mark tomó el jarro de sangría sin pausa. “Esto, creo, es para mí.”
En el jardín, varias parejas, la mayoría con bebes o niños pequeños, conversaban agradablemente. Elizabeth no reconoció a nadie, excepto a Fergus, quién estaba sentado sosteniendo a su hija Olivia de seis meses. Él estaba charlando con un apuesto hombre, cuya esposa embarazada miraba con una lánguida sonrisa, acariciando su enorme panza como si fuera una mascota recostada.
“Hola y hola,” dijo Fergus, mientras se paraba y entregaba Olivia a Elizabeth con un casual, “Si no te molesta, Liz.” La cara de Elizabeth se encendió por un momento mientras sentía el brazo del bebe tratando de alcanzarla.

“No, para nada,” dijo ella, y delicadamente puso la tetina del biberón en la boca de Olivia y miro lejos, lejos de Mark, lejos del jardín y sus invitados, pasando la valla cubierta de hiedra hacia el jardín del vecino donde las salpicaduras y chillidos de los niños parecían enfriar el aire.
“Elizabeth, Mark, ¿Creo que no conocen a Carrie y a Rory?” Elizabeth se volvió, con sus ojos lentos, y su cara esforzando una sonrisa. “¿Y puedo presentar a su hijo Max de casi un año?,” Fergus continuó, mientras que gesticulaba a un niño pequeño en un árbol negro, quién estaba ocupado inspeccionando una parcela de pasto. “El genio del vecindario, superado solo por Olivia, por supuesto.”
Los padres de Max susurraron cariñosamente al comentario, mientras que hacían lugar para Mark y Elizabeth en el banco de picnic. “Perdón no me muevo tan rápido estos días,” observó Carrie mientras que Mark se dejo caer pesadamente y comenzó a servir la sangría. Todavía parada con Olivia en sus brazos, Elizabeth inspeccionó el jardín, notando los árboles recién plantados y un pequeño jardín de hierbas con tomillo, menta, romero y brillantes pimientos rojos. Ella ojeó la ventana de la cocina que miraba hacia abajo desde arriba. Cuán fácil podía ser la vida en tal jardín, pensó ella. Apoyando una fuente grande sobre la mesa, Graciela se abalanzó para recuperar a la ahora dormida Olivia.
“¿Por qué no dejas que Mark la sostenga?” dijo Elizabeth. “Él es tan bueno con los bebés, y estoy segura de que te vendría bien un descanso.”
“Buena idea. Mark, es toda tuya”, dijo Graciela, dejando a Olivia en su regazo. “Pero díganme, Mark, Elizabeth, ¿Cómo están ustedes? Yo estoy en un constante torbellino estos últimos meses. Ustedes no tienen idea, bueno yo no tengo idea, de cuánto trabajo puede llevar una personita tan pequeña. Nunca se termina. Pero díganme, díganme, ¿Cómo va el trabajo, el departamento? Denme alguna noticia del mundo sin pañales y horarios de alimentación e interminables balbuceos de “choo-choo” “choo-choo”, por favoor.”
Elizabeth miró a Mark y pensó lo cómodo que se veía con Olivia. Por un momento un agradable calor corrió dentro de ella, y luego, así de rápido lo quitó de su mente.
“Bueno,” dijo Mark, mirando a la cuna portátil al lado de ellos. “Elizabeth tiene obreros en el departamento, esta idea de dividir el living en dos, ¿Por qué necesitamos una habitación extra?, no tengo idea.”
“Acabamos de volver del norte del estado,” dijo Elizabeth.
“Oh, nosotros vamos a ir la semana que viene,” dijo Carrie, inclinándose. “Max todavía no ha estado en el agua aparte de en nuestro lavabo, estamos muy emocionados de mostrarle un lago, ¿No es cierto Max?”
Mark salió inadvertidamente de la conversación, dejando a Olivia en su cuna de jardín, y se dirigió al improvisado bar. “Quizás hasta vayamos a una granja, para dejar a Max que escuche como suena una oveja de verdad, cómo huele si vamos al caso” dijo Rory, y agregó, como solamente hacia los otros padres, “Estos juguetes de granja electrónicos, ¡ah!”
Elizabeth observó a Mark mientras cortaba fruta y charlaba con Nathan. Se sintió un poco aliviada de ver una cara familiar. Nathan y su esposa eran diseñadores que se habían conocido el año pasado, en la fiesta de fin de semana largo de Fergus en Catskills. Ellos eran una pareja extraña, y mientras que ella no se preocupaba mucho por Mia y sus constantes referencias a su último premio en diseño o sus ganancias en las inversiones, había encontrado a Nathan interesante y agradable para conversar.
En contraste con Mia, una morocha pequeña y un poco dominante; él era alto y apuesto, con modales algo afeminados que lo hacían ver elegante y como un príncipe. Él tenía suaves ojos claros y su voz era suave también, con un dejo de acento británico.
“Mía volviste,” exclamó Graciela. Todo el mundo se volvió para ver a Mia pavonearse hacia la mesa, bastante cambiada. Su pelo estaba más largo, y caía libremente sobre su cara y sus hombros, sus ropas eran sueltas y poco sofisticadas, y junto a su cuerpo envuelto con un largo y brillante canguro de diseño, tenía un pequeño bebé alimentándose de su pecho. Elizabeth trató de ocultar su incredulidad, pero era demasiado tarde.
“¿Es un poco impresionante, no es cierto? Sólo seis semanas,” dijo Mia, mientras se movía por la mesa con la manera lenta y segura de andar de una reina recién coronada. Era doblemente sorprendente, ya que todos sospechaban que Nathan era gay, y que su matrimonio era solamente de papeles y amistad.
Nathan se acercó a la mesa. “Es realmente precioso, ¿No es cierto?”, dijo él haciendo un puchero, mientras que acariciaba la cabeza del bebé. “Realmente no puedo explicar lo bien que se siente de ser un padre. Realmente bien.”
“Él ciertamente sabe como entretenerse a sí mismo,” dijo Mark, notando el entusiasmo del bebé al succionar, su cara traicionando un sentimiento de asombro y miedo.
Mia permanecía de pie un poco alejada, como diciéndole a Elizabeth que mirara más de cerca. “Parece haber una epidemia de embarazos aquí,” dijo ella, y continuó con un tono atemorizante, en la manera en que un ganador de la lotería podría advertir a los pobres sobre la carga de administrar grandes cantidades de dinero. “Si no quieres un bebé mejor que no te quedes en Williamsburg por mucho tiempo.”
“Bueno,” dijo Elizabeth, volviéndose hacia Mark, “La mayoría de los días estamos seguros en Manhattan, nos sentimos bastante inmunes, ¿No es cierto cariño?”
“La mayoría de los días, así es,” contestó Mark. “¿Quién quiere otra bebida?”
“Solo jugo para mí,” respondió Mia. “El mío es el orgánico, el que está en la jarra de vidrio marrón,” agregó ella, en un tono destinado a recordar a todos que su cuerpo era ahora un templo, y como tal requería cuidados especiales. “Vos sabes, no deberías beber nada excepto bebidas orgánicas. De hecho, encontrar frutas locales cultivadas orgánicamente y preparar el tuyo propio es lo mejor. Bueno, no puedes saber lo que metes en tu cuerpo a menos que vos misma lo prepares.”
“Ah, pobre Mia, la buena Mia.” La animó Nathan, mientras que alisaba el pelo de su cara. “Ella está privándose realmente estos días.”
Elizabeth levantó su vaso en dirección a Mark. “Vos sabes lo que quiero, ¿No es cierto cariño?”
“¿No te parece que deberías comer algo antes?” preguntó él. “Si no comes nada...”
“¿Si no como nada qué? ¿Me puedo emborrachar un poco? ¿Y si me emborracho un poco qué? Vamos Mark, no tengo ninguna razón para renunciar a una bebida, especialmente en un día como éste...Caluroso.”
“Ah, deja que la mujer beba,” agregó Carrie. “Que no daría yo por un vaso fresco de sangría, pero sé que no podría.” Ella miró hacia abajo a su estomago y resumió acariciándolo.
“Es tu elección,” dijo Mark mientras que se sumergía bajo el toldo para recuperar las bebidas.
“Sí, mi elección,” Elizabeth murmuró para sí misma.
“Entonces, Elizabeth,” comenzó Carrie, con una inclinación de su cabeza, “¿Entonces ustedes no tienen ningún hijo?”
“No,” dijo ella, y miró a Max mientras él marcaba pequeñas palmaditas de tierra a sus pies.
“¿Oh, entonces no quieres ser madre?” ella preguntó.
“¡Tales preguntas existenciales!” Graciela exclamó, inclinándose sobre Carrie para alcanzar un jarro de agua. “Yo tuve a Olivia a los cuarenta, y estoy contenta de haber esperado.”
Elizabeth miró hacia abajo y sostuvo su vaso en su frente por un momento, buscando un lugar para que pudieran descansar sus ojos mientras viajaban del estomago sobresaliente de Carrie, a los pechos hinchados de Mia, hacia Olivia durmiendo lejos en la cuna. Ella miró a Mark mientras que él apoyaba la botella de jugo, y luego miraba fijamente a la etiqueta hecha a mano “Mezcla de Mia” con letras verdes en negrita.
“Los niños son fantásticos,” declaró Mark. “Son fantásticos. Es solo cuestión del momento adecuado.”
“Ah, eso era lo que nosotros pensábamos,” dijo Mia con un pequeño suspiro. “Pero vos sabes, si estás esperando al momento adecuado... para tener un hijo,” ella continuó, mirando a su bebé y acomodando la posición de sus pechos, “es simplemente, simplemente un nivel completamente distinto de intimidad con tu pareja, con vos mismo.”
En ese momento otra mujer llegó, alta y rubia, delgada, como un rayo de brillante luz veraniega sobre el jardín. Su cabello estaba recogido en un desordenado rodete, y sobre su fina camiseta ella usaba una delicada bufanda que llegaba casi a sus rodillas, una aparente contradicción con el día de calor. Sosteniendo una botella de champaña sobre su cabeza, Camile declaró con un fuerte acento francés, “Graciela, no me importa lo que esos doctores americanos te estén diciendo, vamos a celebrar con un vaso de champaña. ¡Si sale en tu leche, entonces, afortunada la pequeña Olivia!”
“¿De verdad? Qué es lo que estamos celebrando?” preguntó Graciela.
“¡Todo!” dijo Camile, abriéndose paso en la mesa como soplada por una suave brisa para besar las mejillas de cada invitado, repitiendo “Ca va” con cada inclinación de su cabeza. Luke, un hombre sin afeitar, treintañero, tan despreocupados y seguros como vinieron, permaneció atrás con una afectuosa sonrisa y los brazos llenos de vasos de champaña. Elizabeth había escuchado la historia de su romance a través de un amigo en común. Se habían conocido cinco meses atrás, en un café en Costa Rica, donde Camile estaba filmando un documental, y donde Luke había ido con una beca para enseñar y estudiar eco–agricultura. Ellos se movían en el aire intoxicante de un nuevo amor, amor antes de las decepciones, antes de las acusaciones y antes de que los puntos de vista divergentes desgarraran sus dulces velos, amor sin ecos de la palabra no. Camile se inclinó junto a la cuna portátil por un momento y susurró a Olivia, “Qué perfecta.” Luke la miró a ella con la misma expresión y cuando ella lo miró de vuelta, sostuvieron una larga e intima mirada, como si fuesen las dos únicas personas en el jardín.
“Bueno, basta ya” dijo Fergus. “Paren de hacernos quedar mal a las parejas viejas.”
Elizabeth se retiró de la mesa donde todos se estaban riendo y se movió para sentarse junto a Graciela. Ella trató de despojarse de todo, de retomar su momento en la fiesta nuevamente, de mantener una conversación agradable de tarde. “Has plantado tantas cosas nuevas. Éste árbol, ¿Es una especie de sauce?”
“De hecho, es un árbol de mariposas. Pensé que a Olivia le gustaría algún día, si es que las mariposas realmente vienen.”
“¿Y la quinta que estabas planeando el verano pasado? ¿Lo vas a plantar pronto?” preguntó ella.
“Bueno, pensamos en poner un columpio en vez de eso, quizás.”
“Asegúrense de que sea de goma blanda,” Mia advirtió. “O aún mejor: cáñamo. Esos de madera son tan peligrosos para las pequeñas cabecitas. No puedo creer que todavía los hagan. ¿Quién compraría uno?”
Elizabeth tomó un largo sorbo de su vino. “Y los pimientos se ven tan bien. ¿Estás cocinando con ellos?” preguntó ella.
“Bueno, por ahora no. Descubrí que cualquier cosa que como, Olivia lo bebe, así que los pimientos pueden ser engañosos. Puedo cortar algunos para que te lleves, apuesto que están deliciosos. Tu me puedes contar. ”
“Buenísimo” dijo Elizabeth agregando, “Dios, qué calor”, mientras hacía un gesto sobre su hombro hacia Mark por más hielo.
“¿Es mucha presión, no es cierto? Lo que comes, el tipo de crema que utilizas en tu piel, con que limpias la mesada,” Mia agregó. “No solamente comes por dos, haces todo por dos.”
“Todo,” Carrie se hizo eco, y luego dio un pequeño suspiro, como impresionada por la escala de sus sacrificios.
Elizabeth miró de nuevo a Mark. Él estaba hablando con Fergus y Rory acerca de la cabaña que habían alquilado al norte del estado y los senderos para bicicletas que habían encontrado, acerca de un viaje que él esperaba planear hacia el sur de Francia. Él estaba tomando un trago y enrollando un cigarrillo de marihuana, tan libre de preocupaciones como él quería estar.
“¿Quieres más hielo, no es cierto?” preguntó él.
“No. Quiero un mojito.”
“Creo que Luke va a abrir algo de champaña,” él respondió.
“¿Entonces, no hay mojito? ¿O es champaña la traducción al francés de mojito?,” dijo ella, y fríamente sostuvo la mirada de él.
“¿Por qué un mojito?”
“Creo que necesito uno.”
“¿Por qué?” él presionó.
Camile se acercó. “Me encantan los mojitos,” dijo ella.
“Bueno, a mi me encantan los franceses”, se le escapó a Elizabeth con una risa, mientras levantaba su vaso, con las lagrimas alejándose, y terminando su segunda sangría. “¿Cuento con vos? Veo menta, así que todo lo que necesitamos es un poco de ron y podemos hacer una tanda.” Camile sonrió tan calidamente, que fue como un brazo posándose tranquilo y estabilizador, sobre el hombro de Elizabeth.
“Bueno, yo te ayudo a prepararlos, pero primero tengo que ayudar a Luke con algo,” dijo ella, y fue a tomar su lugar al lado de él.
“Atención todos, un momento por favor”. Luke comenzó haciendo un sonido con su vaso. “Todos ustedes saben ya, que esta mujer, su amiga, es el amor de mi vida.” Él hizo una pausa mientras descorchaba la champaña. “Entonces…” Elizabeth se encogió un poco, tomó distancia hacia el borde del jardín, hacia la planta de menta, y lejos de aquello, que ella asumió, sería el anuncio de otro compromiso, o mudanza juntos. Solamente cinco meses pensó para ella. Cinco meses y él está tan seguro. Él es un hombre que sabe lo que quiere. Él es un hombre como los otros. Él sabe, y ella es encantadora y ¿Por qué no? Ella examinó a Mark, quien parecía no saber nada, no necesitar nada, tan extasiado en la felicidad del grupo, tan separado de ella. Ella lo miró a él con los ojos de quien se está ahogando, su cabeza apenas sobre el agua, pero él no la vio. Ella examinó a cada mujer en el grupo. ¿Qué habían hecho para ganar tal plenitud? ¿Qué es lo que no había hecho ella? Ella comenzó a repetir en silencio, como una mantra, “No me voy a sentir mal. No voy a...” mientras que el agua que goteaba de su vaso escurría por su brazo.
“¡Oh terminen con eso, sean breves!,” insistió Fergus, exagerando su pronunciado acento irlandés.
“Camile, levanta tu mano izquierda por favor…” Graciela dijo en tono de broma.
“No hay necesidad,” comenzó Camile. “Como todos saben yo no creo en el matrimonio. Pero creo en el amor. Alguna gente dice que amo el amor. Y bueno,” ella hizo una pausa, mirando a Luke, “Creo que ya no necesito más esta bufanda, porque es momento de que todos ustedes sepan.” Ella se quitó la bufanda de su cuerpo como corriendo el telón de un escenario en miniatura, acunando el pequeño y redondo estomago que había estado escondiendo.
“Vamos a tener un bebé,” dijo Luke posando su mano sobre la de ella, “Un bebé.”
“Ves, ¡te lo dije!,” dijo Mia, volviéndose hacia Elizabeth, mientras que todos los consejos y preguntas y abrazos de felicitaciones comenzaron a abarrotar a Camile como pequeñas salpicaduras de confeti. Fergus sirvió y pasó la champaña alrededor. Un pequeño sorbo de celebración fue la excepción que hizo cada madre, porque esto después de todo, era una ocasión importante. Elizabeth también levantó su vaso en un brindis sosteniendo mientras tanto el puño lleno de menta en la otra mano, y mientras que las palabras de Nathan de “bienvenida al club” se iban desvaneciendo, ella agregó,
“Gracias a Dios por los hombres, y por todas las dichas que nos traen.”


Traducción del inglés por Cintia Amorós